Etimológicamente significa “brillante”. Viene de la lengua latina.
Nuestra mente retrocede hoy a la ciudad de Hipona, en el norte de África. Era el año 392. San Agustín, después de su conversión, fue ordenado obispo. Necesitaba de alguien que le ayudase en su ingente labor apostólica. Ordenó de diácono a Aurelio, que más tarde llegaría a ser el sucesor de san Agustín.
Recordaremos que la Iglesia de África era de las más brillantes de su época. Había la no despreciable cifra de más de 500 obispos.
Esto da a entender el esplendor con que vivía la fe el pueblo africano de aquel tiempo.
Durante el episcopado de san Aurelio hubo más de treinta concilios. La razón de su convocación se debía a que algunos obispos no eran lo dignos que deberían ser, ni su ejemplo era un modelo a seguir.
¿Qué ocurría?
Dos cosas fundamentales: la herejía de los donatistas y la de los pelagianos. Y lo malo es que algunos monjes e incluso miembros del episcopado seguían estas herejías. En el tratado o libro que escribió a los monjes se relata que algunos de ellos traficaban con reliquias de mártires para ganarse pingües ganancias económicas. Es más, a los fieles que iban a venerar las santas reliquias, les exigían una limosna a cambio.
Su libro “El trabajo de los monjes” refleja la relajación a que llegaron algunos que, en lugar de vivir la vida contemplativa, se convertían en verdaderos vagos que no hacían nada.
Aurelio, ante estas situaciones de la Iglesia que regía con santidad de vida y con un ejemplo admirable para todos, confiaba siempre en la bondad de Dios para los que no actúan según los principios de la fe.
Así lo atestiguan san Fulgencio de Ruspe, otro obispo africano, y el escritor español Pablo Osorio.
Como se ve, en la Iglesia, compuesta de hombres y de mujeres, siempre ha habido y habrá problemas. Pero sigamos adelante porque la guía el Espíritu de Dios, su aliento.
¡Felicidades a quienes lleven este nombre!
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