Cuando hablamos de “persecución” y de “martirio”, se nos vienen a la cabeza escenas de fieras en el circo romano devorando a los cristianos ante un emperador despótico y unas masas enardecidas y sedientas de sangre. Olvidamos a menudo que las persecuciones más sangrientas contra la Iglesia tuvieron lugar el siglo pasado a manos de dictadores como Stalin, Mao o Hitler; o en la II República española antes y durante la Guerra Civil. El 13 de octubre de 2013, en Tarragona, hemos celebrado la fiesta de beatificación de 480 mártires españoles de la Guerra Civil.
Pero si el Siglo XX fue un siglo de mártires entre los cristianos, el XXI va camino de superar todas las marcas. El domingo 22 de septiembre fue uno de esos días teñidos de rojo por la sangre de nuestros mártires. En un centro comercial de Nairobi – el Westgate – el grupo terrorista Al Shabab asesinó a más de sesenta personas por el mero hecho de no ser musulmanes. Para los integristas islámicos de la órbita de Al Qaeda, los cristianos somos sus enemigos a batir.
Y ese mismo domingo, en Peshawar – Pakistán – dos terroristas suicidas asesinaron a más de ochenta fieles a la salida de misa en la Parroquia de Todos los Santos: una masacre. El único delito de las víctimas fue ir a misa a cumplir con el precepto dominical. Su crimen era ser cristianos en un país de mayoría musulmana.
La persecución a los cristianos en el siglo XXI está resultando cruel, terrorífica. En países como Arabia Saudí no se pueden construir iglesias ni anunciar el Evangelio. La conversión al cristianismo para un musulmán está penada con la muerte. Afganistán, Yemen, Pakistán, Egipto, Siria, Irán, Irak… Pero no son sólo los países de mayoría musulmana quienes asesinan, secuestran o torturan a los cristianos. Otro tanto ocurre en países comunistas como Corea del Norte o China, donde la Iglesia Católica está perseguida y vive en la clandestinidad, como en la época de las catacumbas. Y ante todo esto, la llamada “Comunidad Internacional” mira hacia otro lado y calla: no sé si por cobardía, por intereses económicos o por ambas causas.
Ser cristiano es arriesgado. No se puede seguir a Cristo sin cargar con la cruz y asumir las persecuciones y humillaciones que este seguimiento inevitablemente te va a acarrear. No hay fe auténtica sin persecución. Esto ha sido así siempre y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. En muchas partes del mundo ir a misa significa jugarse la vida. Y aquí, en Europa hay quienes siguen opinando que la misa es aburrida...
En esta España mundanizada y pagana en la que nos ha tocado vivir, los católicos también estamos sufriendo ciertos modos de persecución. Tenemos un doble frente. Por un lado tenemos a los laicistas anticlericales de toda la vida: socialistas, comunistas, anarquistas y liberales. Todos ellos odian a la Iglesia – con mayor o menor virulencia – y propugnan y difunden un relativismo moral que se extiende como una mancha de aceite por toda España. Para todos estos, la fe representa oscurantismo y caverna. La única verdad para ellos es la verdad científica: no hay más realidad que la material, que lo que podemos ver y tocar. La Iglesia es el enemigo a batir, porque anuncia a un Dios, una Verdad, una vida sobrenatural y unos principios morales que para los enemigos de Cristo resultan inaceptables. Este frente laicista, materialista y ateo tiene sus expresiones más radicales en el homosexualismo político y sus marchas del orgullo gay, convertidas en verdaderos aquelarres, violentamente anticatólicos; y, peor aún, en esos grupos anarquistas que últimamente están perdiendo el miedo y ya se atreven a atentar en la Catedral de la Almudena de Madrid o, más recientemente, contra la Basílica del Pilar de Zaragoza. La ideología de género, la defensa del aborto como derecho de la mujer y de la eutanasia para asesinar impunemente a enfermos y ancianos; el apoyo a la investigación con embriones humanos y a las prácticas eugenésicas, son común denominador de todas estas ideologías que representan lo que se ha venido en llamar “cultura de la muerte”. Aquí todavía no nos matan a los católicos (se burlan de nosotros, blasfeman y nos humillan), pero todo se andará y cualquier día las bombas en iglesias acabarán por provocar víctimas inocentes.
El otro frente es más sutil, pero no menos destructivo para los católicos: es la quinta columna infiltrada dentro de la propia Iglesia. Que te persigan los comunistas o los anarquistas entra dentro de lo “normal”. Pero que la persecución se dé dentro de la propia Iglesia, resulta infinitamente más doloroso. Se trata de una serie de católicos que pretenden convertir la fe en ideología al servicio de sus propios intereses. Entre ellos, distinguimos dos bandos:
Por un lado, tenemos los católicos “progresistas”, abanderados por la llamada teología de la liberación, que con una utilización demagógica y torticera de la irrenunciable opción preferencial por los pobres, asume los medios y las estrategias de la izquierda radical para apoyar opciones revolucionarias. Son los que utilizan el Concilio Vaticano II para pedir una “democratización” de la Iglesia, para atacar sistemáticamente a la Jerarquía, a los dogmas, a la doctrina y al catecismo católico para trasformar las estructuras sociales desde postulados inmanentistas. Para ellos, el Reino de Dios y el paraíso comunista son básicamente lo mismo. Son estos quienes adulteran la liturgia, quienes plantean el sacerdocio femenino, quienes apoyan el matrimonio homosexual desde dentro de la Iglesia y un largo etcétera de heterodoxias. No les gusta la Iglesia ni aceptan sus principios, pero no se van de ella. Los nuevos herejes buscan destruir la Iglesia desde sus entrañas. Si realmente creyeran en el sacerdocio femenino, en la supresión del celibato para los sacerdotes y en esa Iglesia democratizada, lo tendrían fácil: con irse a la Iglesia anglicana o a la luterana lo tendrían resuelto y todas sus aspiraciones cumplidas: sacerdotisas, obispos y obispas gays y lesbianas... Todo lo que ellos quieren para la Iglesia Católica y más. Pero estos no se van ni con agua hirviendo y siguen erre que erre dando la tabarra.
Pero hay un segundo frente de enemigos quintacolumnistas que es todavía más peligroso. Este segundo grupo es más sutil. Muchos de sus integrantes son de misa diaria: gente conservadora, personas de orden de toda la vida. Yo los denominaría católicos “liberales”. A ellos les gusta denominarse “demócratas cristianos”, aunque al fin y a la postre, ni lo uno ni lo otro. Muchos de ellos son nostálgicos de la transición, donde se sintieron protagonista del cambio político en España. Son muy tolerantes y abiertos a todas las sensibilidades, siempre y cuando esa sensibilidad coincida con la suya. En realidad, son “posibilistas” que tratan de conciliar lo irreconciliable y pretenden casar su condición de católicos con la militancia en partidos que defienden políticas abiertamente contrarias al magisterio de la Iglesia. Son los católicos que miran hacia otro lado y callan como muertos cuando el ministro de justicia aplaude con las orejas la sentencia del Constitucional que ratifica la legalidad del matrimonio homosexual; o quienes callan ante el reiterado retraso de la anunciada reforma de la ley del aborto (que ya verán ustedes en qué va a quedar), mientras miles de niños inocentes mueren cada día en las clínicas del horror. Estos católicos anteponen los cargos, los sueldos y los privilegios que les reporta su militancia política o su cercanía al poder, a sus obligaciones como miembros de su Iglesia. Para estos católicos light (o tibios como los llama el Apocalipsis), quienes permanecen firmes en la defensa de la Doctrina Social de la Iglesia y de los principios no negociables son unos integristas fanáticos. No soportan la virtud y la autenticidad de los católicos coherentes, porque esa integridad pone de manifiesto y denuncia su hipocresía y su fariseísmo. Sus acciones contradicen sus palabras: por sus hechos los conoceréis. Les gusta ocupar los primeros puestos y se codean con obispos y cardenales. Presumen de su condición de católicos; pero en realidad, son sepulcros blanqueados que no ocultan sino podredumbre y muerte.
Si defender lo mismo que el Papa y los obispos, te convierte en un integrista, yo lo soy sin duda. Si no casarse con los intereses de este mundo te convierte en un fanático, bendito fanatismo. Si mantenerse aferrado a la sana doctrina de la Iglesia te convierte en un intolerante, pues también me apunto a esa intolerancia. Nosotros no podemos ser intransigentes ni fanáticos. Lo deja claro el Papa Francisco en su Encíclica Lumen Fidei: nuestra verdad es la verdad del amor y el amor no se impone por la violencia ni el fanatismo. La Verdad que proclamamos es Cristo y Éste, crucificado.
Conozco de primera mano alguna institución católica dirigida por este tipo de católicos, tan tolerantes y liberales ellos, que han puesto en marcha verdaderas purgas contra directores de colegio, rectores de universidad y profesores verdaderamente santos y competentes por ser católicos “integristas” – yo diría que íntegros – de esos que creen en Dios y no negocian con su fe ni con los principios ni con su adhesión a la doctrina de la Iglesia. La tolerancia de estos católicos “liberales” se torna en persecución contra todos aquellos que se niegan a claudicar ante los valores de este mundo. ¿Es posible que pasen estas cosas? Puede parecer increíble, incluso kafkiano; pero sí. Esto pasa en España en 2013. Y lo peor del caso es que nadie mueve un dedo ante lo que está pasando. Todos parecen mirar hacia otro lado, mientras los lobos disfrazados de corderos devoran a las ovejas. Esto también es persecución: una persecución silenciosa e incruenta, pero que está provocando mucho sufrimiento y dolor en muchas personas buenas y santas. Yo podría dar el nombre de unos cuantos.
¿Y qué podemos hacer ante tanta persecución y tanta injusticia? Paciencia, perdón y amor hacia nuestros enemigos; rezar por quienes nos ofenden y nos humillan y seguir el ejemplo de los santos. No queda otra. El mal acabará devorándose a sí mismo. Y el triunfo final es del Señor: ante su presencia, todos tendremos que rendir cuentas. Hasta entonces, el trigo y la cizaña seguirán creciendo juntos y el Señor continuará haciendo salir el sol sobre justos e impíos. Pero al Señor no se le puede engañar porque para Él nada hay oculto. PLLV
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