La vida del alma está llena de aventuras. El corazón que ha descubierto el Amor de Dios y ha sido rescatado por la misericordia sigue en medio de una batalla del espíritu.
En el combate espiritual lo más importante es tener siempre presente la meta: el Amor. El recuerdo de la ternura de Dios enciende un fuego que impulsa a la batalla.
Luego, existen numerosos consejos ofrecidos por tantos hermanos nuestros a lo largo de los siglos. Vale la pena tenerlos presentes para que su voz nos acompañe en la lucha.
Podemos recordar, entre muchos, a Evagrio Póntico, san Juan Clímaco, san Doroteo de Gaza, santa Ángela de Foligno, santa Catalina de Siena, san Juan de Ávila, santa Teresa de Jesús, san Pedro de Alcántara, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales, el beato Eugenio María del Niño Jesús.
De entre tantos consejos, fijamos una ágil mirada en dos: la humildad y la cercanía a la luz.
Quien es humilde reconoce fácilmente su debilidad. Evita las ocasiones de peligro. Tiene ese buen temor de Dios que le lleva a desconfiar de sí mismo y a poner toda su confianza en Dios.
Quien es humilde no se hunde ante una caída. Confiesa su pecado, llora por lo que ha hecho, e inmediatamente se pone en camino para pedir perdón a Dios Padre en el sacramento de la Penitencia.
La cercanía a la luz consiste en quitar del corazón cualquier tiniebla que nos impida llamar al pecado por su nombre. Es una actitud que no deja espacio a excusas o autoengaños, de forma que huye de la mentira.
Esa cercanía a la luz surge cuando tomamos el Evangelio y permitimos que Cristo nos hable. Su Palabra denuncia las tinieblas y los sofismas que nos apartan de la verdad, y nos lanza al camino del bien y del amor.
Esa cercanía a la luz nos lleva a pedir consejo, a abrir el alma a un buen director espiritual o al confesor, para desenmascarar trampas del enemigo y para identificar y acoger lo que viene de Dios.
El combate espiritual dura toda nuestra vida. Alguno tal vez siente el cansancio, sobre todo ante derrotas que desconciertan y abaten. Pero si hay humildad, iremos a una iglesia y repetiremos palabras que llegan al corazón de Dios: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lc 18,13). FP
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