Martirologio Romano: En Tarraco (hoy Tarragona), ciudad de la Hispania Citerior (hoy España), pasión de los santos mártires Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio, sus diáconos, los cuales, en tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, después de haber confesado su fe en presencia del procurador Emiliano, fueron llevados al anfiteatro y allí, en presencia de los fieles y con voz clara, el obispo oró por la paz de la Iglesia, consumando su martirio en medio del fuego, puestos de rodillas y en oración (259).
En el Peristephanon del calagurritano Aurelio Prudencio está presente como una de las glorias cristianas de la Tarraconense aún romana. El sexto himno hecho de cincuenta y cuatro estrofas de tres versos de once sílabas escritos en los albores del siglo V, cuando el poeta decide según su propia confesión abandonar los honores mundanos para dedicarse al canto de la gloria de Dios hecho en poema latino, al exponer la vida de los que sin excesivo apego a ella la dieron por Jesucristo.
Fructuoso fue obispo de Tarragona y murió mártir, condenado a ser quemado en la hoguera, acompañado por algunos de sus ministros dos de los cuales eran diáconos y con los nombres conocidos de Augurio y Eulogio.
Las Actas de su martirio están reconocidas por los estudiosos como de las pocas que pueden ser consideradas fieles hasta el punto de considerar a Fructuoso como "el protomártir hispano justificado ante la historia" por su autenticidad.
Fue en el tiempo del emperador Valeriano; los cónsules eran Baso y Emiliano.
Fue al despuntar de un día de enero. Llamaron a la puerta del obispo los enviados por las autoridades que querían verle y juzgarle por su fe cristiana ya que se dedicaba a dar instrucción a los fieles y a extender aquella religión. Abrió la puerta cuando llamaron, aún estaba con las sandalias sin atar. Lo llevaron a la cárcel con sus discípulos hasta que se constituyera el tribunal; fue una semana en la que les atendieron los de la "fraternidad" que no abandonaban las puertas de la cárcel; para ellos no había peligro, los romanos sólo buscaban suprimir las cabezas de los jefes o responsables. Al final, la cita con el cónsul Emiliano tiene lugar con la sencillez y resolución de la muerte en la hoguera de los tres cristianos confesos de su condición de creyentes en Cristo y obstinados en rechazar cualquier otra divinidad.
Se ejecutó la condena en el anfiteatro. Entre llamas dieron testimonio firme ante una multitud de paganos vociferantes y muchos cristianos que lloraban su muerte.
El relato es sobrio, sin adornos, escueto. Las palabras del cónsul que iban al grano y las respuestas firmes que no admiten retorno quedaron plasmadas para siempre en testimonio fijo. Casi tan fijo como el premio.
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