¿Cómo Dios permite tantos errores?
¿Cómo Dios permite tantos errores? (20-02-15)
En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial -cuenta José Orlandis-, un joven llamado Gétaz, que ocupaba un alto cargo dentro del socialismo suizo, recibió de su partido el encargo de elaborar un dossier para una campaña que se pretendía lanzar contra la Iglesia católica.
Gétaz puso manos a la obra, con la seriedad y el rigor propios de un político helvético, y recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y la historia del cristianismo desde sus primeros siglos, de modo que en poco tiempo logró reunir una amplísima documentación.
El resultado de todo aquello fue bastante sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al convencimiento de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres. Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos, herejías, errores y transgresiones del Evangelio, la habían dejado, si no intacta, sí al menos en pie.
Las propias deficiencias humanas que en ella se advertían a lo largo de veinte siglos -mezcladas siempre con ejemplos insignes de heroísmo y de santidad-, las veía como un argumento a favor de su origen divino: “Si no la hubiera hecho Dios -concluyó-, habría tenido que desaparecer mil veces de la faz de la tierra”.
El desenlace de todo aquel episodio fue muy distinto a lo que sus jefes habían planeado. Gétaz se convirtió al catolicismo, se hizo fraile dominico, y en su cátedra del Angelicum, en Roma, enseñó durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la Iglesia. Sus clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un relato autobiográfico, como el eco del itinerario de su propia conversión.
-Pero la reacción de muchos otros ante las miserias de los miembros de la Iglesia es bien distinta. Me pregunto si no habría sido mejor, ya que Dios lo puede todo, que al menos los ministros de su Iglesia hubieran estado exentos de tantos vicios...
Si Jesucristo hubiera tenido que valerse solo de ministros total y permanentemente buenos, se habría visto obligado a realizar constantemente pequeños o grandes milagros alrededor de esas personas. Tendría que intervenir cada vez que una de ellas fuera a cometer cualquier error. Y no parece que eso sea lo mejor, entre otras cosas porque les privaría de la debida libertad.
Por otra parte, aunque a lo largo de los siglos los hombres que han formado parte de la Iglesia católica han tenido muchas deficiencias humanas, hay que decir que es una institución de reconocido prestigio moral en todo el mundo.
Es verdad que ese prestigio se ve a veces empañado por las debilidades de algunos de sus miembros. Pero hay más de mil millones de católicos y casi un millón trescientos mil sacerdotes y religiosos (contando solo los actualmente vivos), y es natural que entre tantas personas haya de vez en cuando actuaciones desafortunadas.
Para ser justos, habría que mirar un poco más a la ingente multitud de católicos que a lo largo de veinte siglos se ha esforzado día a día por vivir cabalmente su fe y ayudar a los demás. Y habría que fijarse en todos esos curas de pueblo que permanecen en lugares de los que ha huido casi todo el mundo.
Y en el sacrificio de tantísimos religiosos y religiosas que lo han dejado todo para ir a servir a los desheredados de la fortuna, tanto en lejanas tierras de misión como en esos otros lugares olvidados de todos pero dramáticamente cercanos, y cuyo sacrificio tantas veces solo es observado por Dios.
“Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa -señala Juan Manuel de Prada-, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres enjutos en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Si se dedicase la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de esos misioneros que a los escándalos que tanto se airean de vez en cuando, no quedaría papel en el mundo para escribirlo”. AA
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