Mientras en numerosas naciones se trabaja intensamente por superar discriminaciones de tipo cultural, racial, socioeconómico, por promover una sociedad en la que se respete y asista a los discapacitados, el útero de la madre se ha convertido en una especie de “paraíso discriminatorio”, en un lugar peligroso.
Se trata de una situación extraña y compleja. Continuamente se aplican nuevas normas para insertar a los discapacitados en la vida ordinaria. Se pide que los edificios tengan rampas para las sillas de rueda, que los colegios acojan a niños minusválidos y los traten con normalidad, que haya cuotas de alumnos provenientes de clases sociales más desfavorecidas en las universidades, que se supriman barreras raciales que marginen a grupos humanos.
Mientras, toda una industria de la discriminación permite y, a veces, exige el realizar diagnósticos prenatales que buscan, fundamentalmente, descubrir deformaciones o enfermedades en los embriones y fetos. Si un ser humano no nacido tiene algún tipo de discapacidad, su eliminación está permitida. No faltan los casos en los que se presiona explícitamente a las mujeres para que lo aborten.
Todo ello no es sino el resultado de una mentalidad discriminatoria, quizá de la máxima expresión de la misma. En estos casos no se aísla o margina a quien sufre alguna enfermedad o no goza de ciertas cualidades deseadas por los padres, sino que simplemente se suprime su vida, a veces con dinero público.
Algunos países han llegado a aprobar leyes con la que resulta plenamente “normal” la eliminación de embriones y fetos que morirían poco tiempo después de nacer (no faltará quienes alarguen este criterio a algunos meses o años), como si esto fuese un bien para la sociedad. Según este criterio, sólo sería protegido en el seno materno el hijo que tuviese buena salud. Los demás son discriminados, condenados a un aborto mal llamado “terapéutico”.
En este contexto se coloca una observación importante: algunos diagnósticos prenatales conllevan un cierto porcentaje de errores. Esto significa que algunos test declararían sanos a embriones o fetos que serían enfermos, lo cual permitiría el nacimiento de hijos no deseados. Otras veces, también por error, se declararían enfermos a embriones o fetos sanos, y así serían abortados quienes podrían haber nacido con aquellas cualidades que la sociedad exige para “otorgar” el derecho a vivir.
Esta observación, sin embargo, es marginal. El centro de la cuestión no está en que “estamos eliminando fetos sanos” o “se nos están escapando fetos enfermos”. La pregunta que no podemos rehuir es esta: este individuo humano, este hijo, ¿vale menos porque no reúne las condiciones de perfección que imponen algunos adultos, porque tiene el síndrome de Down, porque tiene un defecto físico?
Los defensores de los derechos humanos tienen un campo de trabajo enorme para superar esta situación de injusticia. Ninguna nación progresista puede permitir la discriminación de seres humanos que sufran alguna discapacidad. Ni fuera ni dentro del útero materno.
Los médicos, a su vez, llamados a ser promotores de la salud, no pueden dedicarse sólo a curar a los adultos minusválidos y enfermos y permitir, al mismo tiempo, la muerte de embriones y fetos “inferiores”. Cualquier discriminación, en ese sentido, demuestra la degradación ética de un pueblo que mide el valor de los individuos humanos según cualidades físicas socialmente reconocidas: quienes no alcanzan un mínimo de perfección estarían condenados, si están todavía en el útero de sus madres, a su eliminación.
Superar la mentalidad discriminatoria exige un trabajo serio, profundo, por defender la dignidad de cada ser humano. Nadie puede ser eliminado por no ser perfecto, por estar enfermo, o porque va a morir más temprano o más tarde.
La vida es un tesoro frágil que exige respeto y apoyo. Sólo desde ese respeto tendremos una medicina digna de un mundo más justo y más abierto a los débiles, a los marginados, a los enfermos, a todos los hombres y mujeres sin distinciones o prejuicios discriminatorios. FP
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