Tú y yo, y… ¿los que vengan?
Tú y yo, y… ¿los que vengan? (05-02-15)
El amor entre un hombre y una mujer puede surgir de un “chispazo” misterioso, tras un encuentro casual, en un lugar de vacaciones, en un avión, en un autobús urbano, en un choque (esperamos que no grave) de carretera. Otras veces nace de una historia más larga, tras una conquista más luchada, en una serie de propuestas, avances y retiradas, que sólo después de mucho madurar arrastran hasta el momento del sí total y definitivo.
Sea como fuera, la historia de amor de una pareja no termina en ese instante en el que se cambian los anillos o se prometen fidelidad hasta la muerte entre los aplausos de los familiares y amigos, la bendición de un sacerdote y la lluvia de arroz que tiran entusiastas un grupo de chiquillos más o menos bullangueros. El amor que llevó a un hombre y a una mujer a un compromiso “para siempre” rompe lo que era un sistema de vida en el cual dominaba el “tú” y el “yo”, para iniciar la vida del “nosotros”, en la que el “tú” y el “yo” se viven de un modo distinto, más íntimo, más cordial, más profundo.
Conforme pasa el tiempo, todos esperan un nuevo paso en la vida del matrimonio joven: el nacimiento del primer hijo. Es un momento en el que la esposa, la primera en sospechar la noticia, vibra de emoción, y contagia, con sus angustias, sus mareos, quizá sus primeros caprichos, al esposo, que también participa, si sigue locamente enamorado, de lo que va a ocurrir en el seno de su esposa.
El “tú” y el “yo”, convertido ya en un “nosotros” a dos voces, se abre y se enriquece ante el que ya ha llegado, ante el primer hijo, que introduce muchas novedades en el dúo hasta ahora más o menos armónico. Desde luego, los primeros nueve meses serán un misterio compartido especialmente entre la mamá y el “embrión” que luego llegará a ser “feto” (normalmente una mamá no le dice al marido que está esperando un “embrión”, sino que está esperando un hijo...). El papá, sin embargo, no es un satélite externo a todo lo que está ocurriendo. Sabe que este “embrión” es “nuestro” hijo. Sufre y siente las angustias de la esposa. Se alegra con los resultados positivos de un diagnóstico prenatal, y se preocupa cuando los médicos no se muestran especialmente optimistas. Comparte, en la medida de su amor, la aventura de una nueva vida que ya ha iniciado y que pronto podrá no sólo tocar a través de la piel de la esposa, sino ver y palpar directamente, en un abrazo de gozo y de alegría que es difícil de describir.
Toda carrera matrimonial implica esta apertura a las vidas que vienen del amor. Cada nueva concepción repite la alegría de la vida, de esa vida que nuestros padres nos dieron, de esa vida en la que tantos nos acogieron, de esa vida que también nosotros podemos dar gracias al amor que no se pone límites.
Todos queremos que el nuevo milenio sea un poco mejor, un poco más feliz. Lo será en la medida en que sepamos amar, abrir el corazón al otro, a la otra, a los otros que vienen. Así hemos nacido miles de millones de seres humanos. Así esperan poder vivir, con la dignidad del amor, aquellos hombres y mujeres que serán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, y que dependen plenamente de nuestra disponibilidad en el amor. Darla no cuesta nada, y puede concedernos mucho más de lo que podamos esperar. Basta con hacer la experiencia. FP
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