Llegamos a un callejón sin salida en muchas discusiones sobre el aborto cuando se piensa que defender los derechos de la mujer iría contra la vida del hijo, o cuando se piensa que defender los derechos del hijo iría contra los derechos de la madre.
Se llega a esta situación por muchos motivos. Uno consiste en pensar que existe un conflicto de derechos, que la vida del hijo se opone a la madre, o que la madre tiene una serie de prerrogativas incompatibles con la vida del hijo.
¿Cómo un hijo podría convertirse en una especie de “enemigo” o rival contra su madre? Porque ella no lo desea, o porque otros no quieren que ella tenga un hijo.
En el primer caso, una vida adulta considera “hostil” la llegada del hijo en un momento determinado de la propia biografía.
En el segundo caso, son otros (padres, esposo o amante, jefe de trabajo, amigos) los que presionan de mil maneras a la mujer, porque piensan que ese hijo no encaja con el plan que ellos desean imponer a la madre, incluso contra la voluntad de la misma.
¿Y el hijo? Su existencia es algo frágil. Necesita y depende en todo de su madre.
Mientras la madre puede “moverse” para llevar a cabo sus deseos (o los deseos de otros), el hijo no tiene prácticamente ninguna posibilidad para defenderse a sí mismo. Ese es uno de los aspectos más dramáticos del aborto: la desigualdad de las fuerzas en juego.
Pero el hijo tiene algo con lo que puede abrir un camino en el corazón de su propia madre y de quienes la rodean: su condición humana, su apertura a las mil posibilidades de la vida, su vocación al amor, su esfuerzo (ahora con unos pocos gramos) por acoger cualquier ayuda que le llegue de quien está más cerca: su madre.
Las discusiones sobre el aborto cambiarán radicalmente de perspectiva si reconocemos que la defensa de los derechos de la mujer no debería ir nunca contra los derechos de su hijo no nacido (empezando por el derecho a la vida); y si aceptamos que la defensa de los derechos del hijo no nacido no implica limitar derechos fundamentales de la madre.
Sólo entonces podremos dar pasos concretos para que la mujer sea siempre respetada y asistida en su dignidad intrínseca, en su vocación de madre y de hija, de trabajadora y de ama de casa. Sólo entonces reconoceremos que toda mujer, como todo varón, un día fueron embriones pequeños e indigentes, pero abiertos a acoger cualquier ayuda, a amar, a crecer para ser capaces, un día, de construir un mundo más justo, más solidario, más bueno. Sólo entonces haremos lo posible para que todo hijo y toda madre sean ayudados y protegidos durante los meses de embarazo, cuando comparten una aventura que los une íntimamente. FP
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