Si supieras que hoy es el último día de tu vida, ¿cuánto tiempo dedicarías a cosas que no significan nada en el contexto de la eternidad?
Los minutos se tornarían sumamente valiosos, por lo que optarías por emplearlos en lo que es más importante para ti. Las cosas del mundo te parecerían vanas, te resultarían casi ofensivas.
Desearías manifestar amor a quienes quieres más entrañablemente y te asegurarías de que supieran cuánto significan para ti.
Te dedicarías a subsanar todo lo que hiciste mal y a reconciliarte con quienes has tenido alguna diferencia.
Si alguna vez has visto la muerte cara a cara o has convivido con un ser querido que padecía una enfermedad letal y te diste cuenta de cómo cambió por completo su orden de prioridades, ya me entiendes. En esos momentos, todo se vuelve sumamente claro. Lo único que reviste importancia es el amor.
La felicidad y la alegría que Jesús puede darnos no tienen punto de comparación con lo que el mundo nos ofrece.
Él nos da alegría, paz, amor, satisfacción, conocimiento, verdad... El mundo no tiene forma de competir con Él en esos aspectos. Se requiere cierta disciplina mental y física para aprender a valorar esas cosas más que las imágenes, los sonidos, los sabores y los placeres del mundo. Se trata de satisfacer el corazón y la mente más que los cinco sentidos. En última instancia, eso es lo único que el mundo puede darnos: una satisfacción temporal por medio de la vista, el oído, el olfato, el paladar y el tacto. Más allá de eso, no hay nada en el mundo que pueda satisfacer las ansias del alma. Solo Jesús puede. Él es la solución. Pero mientras sigamos procurando que las cosas de este mundo nos satisfagan y nos hagan felices, no encontraremos la verdad. 1 Juan 2:15-17
Nuestra alma recibe de Dios su personalidad. Fue concebida para que Él la llenara. El peligro al que nos enfrentamos todos es el de llenar nuestra alma de mezquinas ambiciones y de nuestra miope concepción de lo que es sentirnos realizados, sin dejar espacio para la obra que debe realizarse en nosotros.
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