Pasa más a menudo de lo que imaginamos. Un corazón busca a Dios, quiere servir a sus hermanos, estudia el Catecismo, lee escritos de grandes santos. Dedica tiempo a la oración, va a misa los domingos y varios días entre semana, empieza a rezar el rosario o a hacer otras oraciones de la espiritualidad cristiana. A pesar de todo, está inquieto. Como si su esfuerzo espiritual no valiese nada; como si estuviese ante un muro de silencios que le deja confundido, perplejo, lleno de zozobras.
Otras veces, el desasosiego nace espontáneamente, en vidas grises que no trabajan ni para el bien ni para el mal. O en otras vidas que iban “bien”, en corazones que creían tener cualidades y energías para afrontar los retos de la vida. De la noche a la mañana, un problema personal, un pleito en la familia, un suspenso en la universidad, una pelea con el novio o la novia, o simplemente el cambio de clima... y todo se vuelve oscuro, triste, vacío, misteriosamente absurdo.
Buscamos, entonces, desesperadamente, la paz del alma. A veces con un mayor esfuerzo en los compromisos cristianos. O con lecturas de más libros que puedan darnos algo de luz. O a través de un sacerdote al que presentamos nuestras zozobras, nuestras inquietudes, ese extraño cansancio ante la vida que puede sorprendernos a todos: al adolescente, al adulto, al anciano, al sano o al enfermo.
Buscamos la paz, anhelamos la paz. Casi como si Dios estuviese obligado a curarnos, como si el ir a una iglesia para rezar con el corazón abierto fuese suficiente para que la paz volviese al alma, como si la confesión o el diálogo con un sacerdote, llevase automáticamente a la recuperación de la serenidad.
Es casi inevitable que actuemos así. Pero a veces podríamos preguntarnos si Dios no nos estaría pidiendo un paso más. Quizá la prueba, la dificultad, el abatimiento, son señales de un vivir frío, sin amor, sin esperanza, sin fe. Entonces habría que revisar cómo va, de verdad, nuestra vida de gracia; para extirpar cualquier sombra de pecado que nos paralice; para arrancar un egoísmo que todo lo domina, que todo lo dirige, que todo lo sopesa; para encender hogueras de fervor con el recurso serio, decidido, a todo lo que es propio de la vida cristiana.
Otras veces, lo que Dios nos pide es que dejemos de buscar esa misma paz como si fuese lo único importante para nosotros. Sería triste que viésemos nuestra fe católica como si fuese una garantía para solucionar problemas, como un seguro anti-balas contra depresiones y cansancios que, tarde o temprano, pueden llegarnos a todos. Ver así nuestra fe, desear que Dios siempre nos dé el caramelo cuando levantamos el dedo en medio de la tormenta, es olvidar que también es Evangelio la lección del grano de trigo.
No nos resulta nada fácil comprender que es parte del dinamismo cristiano, que es la esencia de cualquier vida humana, vivir según el grano de trigo. Si el grano no cae, si no muere, si no rompe sus defensas para ponerse en manos de la acción divina, no da fruto; porque el que ama su vida la pierde, mientras que el camino hacia la vida plena consiste, precisamente, en aceptar la muerte, a veces lenta, a veces dolorosa (cf. Jn 12,24).
En otras palabras, aunque nos cueste aceptarlo, también es vida cristiana la de quien, en medio de angustias y miedos, en medio de caídas involuntarias o voluntarias pero aborrecidas, en medio del dolor físico o de profundas penas morales, en medio incluso de depresiones y de apatías en el espíritu, coge cada día el arado y se pone a caminar. Sin mirar hacia atrás, sin lamentarse por lo que le falta, sin pensar si es justo vivir así, entre tantas inquietudes, sin un poco de paz en la propia vida.
Es triste ver cómo pululan aquí y allá métodos más o menos pseudocientíficos y pseudoespirituales que prometen una y otra vez devolver la paz interior, dar seguridades psicológicas, abrir horizontes de autorrealización. No pocas veces esos métodos buscan sugestionar a las personas para hacerlas pactar con sus pequeñeces, o para pensar que son mucho más de lo que hasta ahora habían pensado, o para invitarlas a “crecer” basadas simplemente en la propia voluntad y en sentimientos “positivos”, llenos no pocas veces de egoísmos y vacíos, profundamente vacíos, de Dios.
El camino del Evangelio, en cambio, es otro. Abnegación, renuncia, cruz, muerte. Para llegar a la vida hay que seguir el camino del Calvario. A la mañana de Pascua se llega a través del Viernes Santo. Es cierto, hemos de recordarlo siempre, que Cristo no deja de comprender que estamos hechos para esperar premios, para abrazar felicidades, para encontrar la paz profunda. Las bienaventuranzas tienen que iluminar y dirigir nuestros pasos. Pero todo ello llegará como regalo, como fruto maduro de quien empieza a decir no a su autorrealización y sí al camino del grano de trigo.
El mundo no sabe entrar en esta lógica, no comprende el camino del Evangelio. Existe el peligro, muy real, de que muchos cristianos tampoco pasemos por la puerta estrecha. Nos parecen duras las palabras del Maestro, y pensamos entonces en caminos más fáciles. Pero Cristo es claro: quien no toma su cruz, no podrá ser su discípulo, no podrá seguir las huellas del Señor Resucitado, que es también el Señor Crucificado (cf. Mt 16,24-26).
El camino está allí. Escogerlo es cosa de almas sencillas, que no desean grandezas demasiado humanas, que no miran si están más o menos satisfechas con su “grado de santidad”. Su sencillez, su obediencia, su renuncia, permiten el milagro. Al no querer ser nada, empiezan a serlo todo. Porque triunfan con Cristo glorioso, porque entran en el camino de la Vida verdadera, en el camino del grano de trigo que con su muerte hoy será mañana espiga llena de frutos y alegrías. FP
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