Una de mis maletas fue extraviada en el aeropuerto; como no pude esperar que apareciera, continué mi viaje sin ella. Sólo tuve que comprar champú y unos calcetines. Aparte de eso, ella no me hizo falta. Cuando volví a casa, la maleta perdida había vuelto. La dejé en un rincón del dormitorio, y no la abrí durante una semana; no me recordaba qué era lo que contenía. Si no podía recordarlo, ¿algo en esa maleta podría ser tan importante?
Eso me hizo pensar cuánta energía empleo, día a día, en acarrear cosas sin importancia. ¿Qué cargas he colocado sobre mis hombros, que sólo ocupan espacio, y me convierten en una persona cansada y ansiosa?
No creo que debamos vivir así – muchas maletas y muy pesadas. Pienso que Dios desea que viajemos ligeros de equipaje y así disfrutemos mucho más de nuestro caminar. VH
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