lunes, 16 de octubre de 2017

Conocer, amar e imitar a Jesucristo

Pocas horas antes de morir, y en un arrebato sublime, dijo Jesús a Dios su Padre:
- ¡Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo!
En Jesucristo tenemos, pues, la vida eterna si le conocemos a fondo, si nos damos a Él con toda el alma, si nos apasionamos por su Persona adorable, si Jesucristo llena nuestra mente y nuestro corazón las veinticuatro horas del día.
Porque no se trata de conocer simplemente, como conocemos la naturaleza del agua, cuando decimos que es un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno; o cuando decimos que conocemos a una persona porque la hemos visto alguna vez y sabemos que se llama Quimet o Marialina...
No se trata de eso, sino del conocimiento en el sentido de la Biblia: un conocimiento profundo, que lleva a darse con todo el amor a la persona querida.
Nos damos cuenta de que Jesucristo nos ama, y entonces nosotros le amamos también hasta la locura si es preciso. El amor nuestro a Jesús empieza siempre por el amor de Jesucristo a nosotros. Al sabernos amados, empezamos a amar.
Nos pasa a todos como a esa muchacha encantadora de corazón virginal. No ha amado hasta ahora más que a compañeras tan inocentes como ella. Pero apenas ha descubierto en la mirada y en una palabra de aquel chico que él la quiere, de repente se convierte en una amante y una enamorada llena de pasión.
Una de esas santas jóvenes modernas, como Isabel de la Trinidad, nos dio una lección inolvidable. La muchachita se pasa ante el Sagrario ratos y más ratos, quieta, sin hablar nada, con la mirada fija en un punto, como queriendo atravesar el metal. Una señora que la ve siempre así, le suelta:
- Pero, váyase. ¿Qué hace aquí tantos ratos sin hacer nada?
Y la jovencita, que hoy está ya en los altares, responde con acento conmovedor:
- ¡Ay, señora! ¡Es que nos queremos tanto!...
Una contestación como ésta de la Beata Isabel deja asombrado al sicólogo más agudo y le llena de envidia al teólogo más sabio...
El conocimiento de Jesús nos lleva al amor a Jesús; pero el amor, a su vez, nos lleva al conocimiento cada vez más hondo de Jesucristo.
Nos debe pasar como a las mamás. Una mamá, por ignorante y sencillita que sea, conoce a su hijo con una profundidad que nos deja pasmados. El amor es quien le ha llevado a ese conocimiento tan único que solamente las madres tienen y entienden.
En este caso, no podemos ni imaginar a alguien que haya conocido a Jesús como María. El conocimiento y el amor de María a Jesús llegó a unas profundidades indecibles.
Así nosotros con Jesús: si le conocemos, le amaremos; pero si le amamos, le conoceremos cada vez más profundamente y más íntimamente.
No tendrá nadie que decirnos cuáles son los pensamientos de Jesús, pues nos los sabremos de memoria.
Nadie tendrá que explicarnos cómo siente y ama Jesús, pues tendremos los mismos sentimientos que Él, como nos pide San Pablo.
Ninguno habrá de darnos lecciones sobre la vida, gestos, gustos y querer de Jesús, porque estaremos compenetrados completamente con todo lo suyo.
Se podrá preguntar: ¿Y cómo llegar a este conocimiento y a este amor de Jesucristo?
Digamos ante todo que es gracia de Dios. Pero una gracia que Dios no niega a nadie que la busca y la quiere. Una gracia que Dios Padre la concede con una complacencia única. Querer conocer y amar a Jesús es atraerse el amor del Padre de una manera irresistible, como nos dice Jesús:
- Quien me ama será amado de mi Padre.
Ante todo, pues, pedir a Dios este conocimiento de Jesús.
Después, estudiarlo, sobre todo en el Evangelio. Quien lee el Evangelio hasta aprendérselo de memoria, llega a compenetrarse del pensamiento y de los sentimientos más íntimos de Jesucristo.
Pero, más que todo, lo que interesa es la contemplación. Ratos y ratos en oración, sobre todo ante el mismo Jesús presente con nosotros en la Eucaristía, es el medio máximo para conocerlo de manera vivencial -existencial, como decimos hoy- que se traduce en amor y en ansias incontenibles de hacer algo por Él, en la oración, en la caridad o en el apostolado.
Cuando así pensamos y así hablamos de Jesucristo, por fuerza tenemos presente su Resurrección. Sin ella, Jesucristo sería un personaje de la Historia que no nos diría nada. Pero ahora, ¡Jesús vive!, y está con nosotros, y nos acompaña, y podemos hablar con Él familiarmente como los mejores amigos. La fe en la Resurrección nos resulta fundamental. Por ella Jesús, no sólo está allá arriba en las alturas a la diestra de Dios. Está con nosotros, haciéndose presente en todo nuestro caminar...
¡Jesucristo, Señor! Nosotros, por gracia tuya, te conocemos y te amamos. Te amamos y nos damos a Ti. Nos damos a Ti y queremos hacer algo por Ti y por el Reino.
¡Y qué dicha al saber que así tenemos ya la vida eterna!... PG

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