Entre las numerosas páginas del beato Santiago Alberione sobre María, existe un opúsculo, María discípula y maestra, de 1959, por tanto anterior al Concilio, pero que contiene algunas intuiciones muy hermosas de valor permanente. En él, como escribía el padre Juan Roatta, uno de los mejores conocedores de nuestro fundador, María “se presenta como una sencilla síntesis de opuestos, a la luz de Dios: es la esclava del Señor y la reina de los apóstoles; es discípula y maestra, virgen y madre...” En ese equilibrio, la ve como el perfecto instrumento de Dios y, por tanto, como el gran ideal para el desarrollo de la personalidad y para la eficacia de la misión apostólica.
María, maestra
La Virgen “fue la que más cerca estuvo de su Hijo y, al mismo tiempo, la que hizo más que nadie por darlo al mundo”, escribía el beato Santiago Alberione. Y hacía este razonamiento: “Se dice: a Jesús por María; pues también se podrá decir: a Jesús Maestro por María Maestra... Jesús es el único Maestro; María es maestra por participación”. En realidad, María no escribió ningún libro, ni tuvo una cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar... Y, sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús y de la Iglesia, de los apóstoles y de todos los cristianos. ¿En qué sentido?
Para el beato Santiago Alberione, María es maestra porque ha dado al mundo a Jesucristo Maestro, la Verdad por antonomasia. Ella es, según san Epifanio, “el Libro sublime que ha propuesto al mundo la lectura del Verbo”. María es maestra por la santidad de su ejemplo; si queremos configurarnos con Cristo, el camino más fácil es María, Libro que contiene todas las virtudes: la fe (“Dichosa tú que has creído”, Lc 1,45); la esperanza (“Haced lo que él os diga”, Jn 2,5); el amor (“Hágase en mí según tu palabra”, Lc 1,38); por la eficacia de sus oraciones; por la autoridad de sus consejos, pues es la llena de gracia y sabiduría. María “predica no con palabras, sino encarnando al Verbo, escribiendo un Libro con su propia sangre”, concluía Alberione.
Pero María es maestra por ser discípula, por estar totalmente abierta a la escucha y a la participación en el destino de su Hijo muerto y resucitado. En ella, escucha y seguimiento, están íntimamente unidos, como elementos indisolubles del verdadero discipulado.
María, discípula
La autoridad del magisterio de María se debe, pues, a su perfecto discipulado con relación al Verbo, al que ella, con su “hágase” ha dado un cuerpo. Hasta tal punto que la verdadera grandeza de María no estriba tanto en su maternidad ni en otros privilegios, cuanto en haber sido fiel y fecunda escuchadora de la palabra de Dios. Jesús mismo lo reconoce cuando, ante el grito de la mujer entusiasmada por sus palabras, responde: “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27). María es la primera en seguir a Jesús en su misión, compartiendo sus opciones, y así se convierte en la perfecta discípula del Señor.
Además, ella es la mujer de la escucha de la voluntad de Dios expresada en los acontecimientos, que conserva y medita en su corazón (Lc 11,27-28; 2,19; 2,51). Su fe no era simple adhesión intelectual, sino experiencia vital. Lo afirma Juan Pablo II en la Catechesi tradendae: “Ella fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarlo en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. Madre y a la vez discípula, decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro” (n. 73). Decía Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña a ser cristianos”.
Reina de los Apóstoles
Y nos enseña también a ser apóstoles, ya que “apostolado es hacer lo que hizo María: dio a Jesús al mundo, a Jesús Maestro, camino, verdad y vida. Dando a Jesús camino nos ha dado la moral cristiana; dándonos a Jesús verdad nos ha dado la dogmática; y dándonos a Jesús vida nos ha dado la gracia”, escribía el beato Santiago Alberione. Y describía al apóstol como “quien lleva a Dios en la propia alma y lo irradia a su alrededor; es un santo que acumuló tesoros y comunica de su abundancia a los hombres... transpira a Dios por todos los poros con sus palabras, obras, oraciones, gestos y actitudes, en público y en privado, en todo su ser”. Y continúa: “En grado sumo y con semejanza inigualable, este es el rostro de María”.
Cuanto mayor sea la adhesión a Cristo, mayor será la capacidad de compromiso. De ahí la importancia de la comunión con él en el itinerario hacia la madurez de la fe, que va transformando la vida en entrega y servicio. No hay que olvidar que la vida grita más fuerte que las palabras y las obras. El apóstol auténtico, primero es y luego actúa, es “testigo antes que maestro”, diría Pablo VI.
Hoy hay tal vez excesivo ruido y poco silencio; demasiadas palabras, pero poca comunicación de vida.
“Palabra y silencio –concluye el mensaje del santo padre para la Jornada de las comunicaciones sociales–. Aprender a comunicar quiere decir aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio escucha y hace florecer la Palabra, confío toda la obra de evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación social”.
Viviendo la dimensión mariana, los creyentes estaremos en condiciones de dejarnos formar en el misterio del Cristo, para que la palabra del Señor se cumpla en nosotros como se cumplió en María, y para poder darlo de manera integral a un mundo que tanto lo necesita, utilizando para ello todos los medios a nuestro alcance. JAP
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