Se suceden casi sin interrupción campañas a favor de la despenalización, allí donde aún está penalizado, y de una mayor liberalización, allí donde ya está permitido, del aborto. Tales campañas se mueven tanto a nivel internacional como a nivel nacional, especialmente en aquellos países (muchos en América Latina) que todavía ponen serias trabas al aborto.
Ante tales campañas, algunos defensores de la vida han elaborado una reflexión de interés. Nos dicen que resulta cada vez más difícil impedir la liberalización del aborto, y que la mejor manera de afrontar el problema no es luchar para mantener (o “resucitar”) las leyes prohibitivas, sino trabajar en la promoción de una cultura a favor de la vida. En otras palabras, en vez de combatir el crimen del aborto a través de la vía legal, habría que combatirlo a través de la educación en los principios éticos y en el amor a la vida que impedirá el que las familias y, especialmente, las mujeres, deseen abortar a sus hijos.
Estos defensores de la vida, católicos, personas de diversas religiones o de diversa formación cultural, creen que la legalización del aborto no influirá para nada en la gente si hemos sabido transmitir un mensaje claro: cada embrión es un hijo que merece todo el amor de sus padres. Por más leyes que aprueben los promotores del aborto, el número de abortos disminuirá cada vez más si conseguimos crear una cultura de la vida.
Esta reflexión, esta propuesta, encierra un elemento muy valioso, pero también un peligro que conviene evidenciar. Lo valioso es que la mejor manera de evitar los delitos (y el aborto es siempre un delito, aunque haya leyes que lo permitan) es promover una vida auténticamente ética, un amor profundo hacia cada nueva existencia humana, un ambiente familiar sano, y un respeto hacia la sexualidad en su dimensión profunda de apertura a la vida en un contexto de amor como el que debería existir en cada uno de los matrimonios del planeta.
Es innegable este dato: por más que se permita el aborto, nadie abortará si todas las madres y todos los padres (no olvidemos nunca que cada embrión también tiene un padre) son responsables y son, sobre todo, amantes de la vida.
Pero este dato necesita ser integrado con una importante dimensión de la vida política: las leyes no sirven sólo para evitar y perseguir delitos, sino que tienen una dimensión educativa de enorme valor para promover la convivencia humana y la cohesión de las sociedades.
En la promoción y defensa del “valor vida” es imprescindible el trabajo cultural: hay que enseñar lo hermoso que es el originarse de cada nueva vida humana, lo bella que es la vida familiar, lo valiosa que es la vida sexual con su apertura originaria y genuina a la transmisión de nuevas vidas. Hay que crear un clima social de apoyo a la maternidad y a la paternidad, de higiene en el embarazo, de ayuda a las familias pobres que ven con dolor cómo los hijos pequeños no tienen lo indispensable para alimentarse y para gozar de una higiene básica.
En ese trabajo cultural la ley tiene su papel, un papel casi imprescindible. No es indiferente, para una sociedad, enseñar a la gente, en la escuela, en la familia, en las parroquias, que el aborto está mal, mientras que la ley lo permite como si fuese algo tan trivial como el abrir una cuenta bancaria.
No hemos de suponer, a veces ingenuamente, que el nivel cultural de la gente aumenta con la mayor escolarización y la abundancia de fuentes informativas. El nivel cultural recibe un influjo enorme de las leyes y de su aplicación, de forma que ciertas prohibiciones son una ayuda importantísima para orientar la conciencia de los pueblos y de las personas.
Un hecho sirve como botón de muestra. Italia, uno de los países supuestamente con mayor nivel cultural del mundo, legalizó el aborto en 1978. Poco tiempo después de la legalización, se presentó a un hospital una señora embarazada. Estaba llorando llena de angustia. Le preguntaron cuál era su problema. Con gran ingenuidad dijo: es que yo quiero tener a mi hijo, pero han aprobado el aborto; ¿es que ahora tengo que abortarlo?
Sí, es verdad, esta señora gozaba de poca información, quizá tenía poca cultura: no había comprendido que la ley no obliga a abortar a nadie. Pero en su error se escondía una gran verdad: si una ley permite algo es que ese algo se convierte en “algo bueno” o, incluso, más de uno podría verlo como algo obligatorio.
Por lo tanto, a quienes dicen que no hace falta luchar tanto contra las leyes del aborto para concentrarse en la cultura o en la oración en favor de la vida, podemos responderles: tienen razón en que la principal manera de defender la vida está en la educación, pero no podemos olvidar que la ley es una de las principales fuentes de educación o de deseducación de los pueblos.
Además, hay otro aspecto importante que no podemos dejar de lado. La ley tiene una obligación especialmente grave de tutelar los derechos de los miembros de la sociedad. El derecho básico que debe ser garantizado en todos los pueblos es el derecho a la vida. Una ley que permita la destrucción de vidas inocentes implica un daño social gravísimo, al admitir como algo “normal” y “justo” un crimen tan grave como lo es la eliminación de cualquier hijo.
La encíclica “Evangelium vitae” de Juan Pablo II fue sumamente clara a este respecto, especialmente en el capítulo III. Sin transcribir todo lo que explicaba con tanta claridad y convicción el Papa, podemos al menos recoger estas líneas:
“Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” (“Evangelium vitae”, n. 73).
No podemos bajar la guardia. Quienes nos consideramos amantes de la vida hemos de orar con mucha confianza en Dios, hemos de difundir con ardor una cultura abierta al amor, que es la principal fuente de acogida y de asistencia para cualquier vida humana. Y hemos de seguir en la lucha contra leyes inicuas que quieren imponernos los promotores de la cultura de la muerte, para conquistar leyes positivas que tutelen, promuevan y asistan la maternidad y la paternidad de todos los ciudadanos.
Renunciar a la lucha contra las leyes abortistas sería ceder en un punto muy importante ante las presiones del enemigo. Por amor a la vida, por el respeto a la maternidad y a la paternidad, por verdadero sentido de la justicia, no podremos nunca bajar la guardia en este campo. Si de lo que se trata es de crear una cultura de la vida, necesitamos apoyarla en ese cimiento tan sólido de la vida de cada pueblo que es la existencia de leyes verdaderamente justas y, por lo mismo, transmisoras de educación y de valores auténticos. FP
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