La aplicación a embriones humanos de técnicas empleadas para conseguir clones de animales ha levantado en los últimos años una gran polémica en torno a las prácticas con embriones. Se argumenta, con razón, que la clonación humana puede degenerar fácilmente en aberraciones asombrosas:
Los niños pueden ser elaborados en la probeta y luego congelados, hasta que a los padres -a la madre o al padre- les venga bien.
Se puede fabricar un solo niño, o varios en serie, lo cual proporciona indudablemente una mayor seguridad, puesto que así siempre se pueden tener “niños de repuesto” para el caso de que el primero elegido sufra algún lamentable accidente (o por si hacen falta “piezas de repuesto”, si el hijo resulta tener algún “fallo de fábrica”).
Evidentemente, los niños que en su desarrollo embrionario manifiesten algún defecto, son inmediatamente eliminados (la calidad es lo que cuenta).
Se puede elegir el sexo, y quizá dentro de poco, la estatura, el color del pelo o de los ojos, y hasta el coeficiente intelectual. Se podrían crear personas que carecieran genéticamente de algunas características, o que tuvieran otras: por ejemplo, una raza de personas dóciles, que se dedicaran a las tareas más desagradables de la sociedad.
Algunos aseguran que mediante este tipo de técnicas se podría conducir a la raza humana a un tipo de perfección previamente programada. Pero los riesgos de semejantes manipulaciones son imprevisibles, sobre todo pensando en las ideas sobre la perfección que puedan tener los programadores de turno.
En todos estos procesos se vulnera un derecho humano fundamental: el derecho que cada uno tiene a su propio y original patrimonio genético, sin interferencias que puedan perjudicar su integridad.
Todos esos groseros pragmatismos son insensibles al valor dignificante de ser uno mismo, diferente de los demás. Cada ser humano tiene derecho a una unidad genética no compartida con otro, tiene derecho a no venir al mundo con un código genético programado por los deseos o expectativas de sus padres o de la sociedad.
En el “niño a la carta”, la voluntad de los progenitores -o de los productores, puesto que no siempre serán “encargados” por los progenitores- suplanta el legítimo interés de todo ser humano de ser él mismo, y de autodescubrirse en su propio proceso de desarrollo personal.
Sobre la existencia de las personas nadie tiene derecho alguno, pues entonces serían cosas y no personas. La técnica puede lograr muchas cosas, pero no todo lo que mediante ella se puede alcanzar es bueno. No se debe hacer todo lo que se puede hacer. AA
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