Transmitir la fe en familia
Transmitir la fe en familia (10-01-15)
La familia deja una huella imborrable en el corazón de los hijos. Basta conocer a los padres para comprender, muchas veces, por qué un chico es sano y jovial, o por qué es incapaz de estar cinco minutos tranquilo en una silla delante del profesor de matemáticas.
Esta verdad, tan sencilla como tremenda, nos lleva a preguntarnos: ¿qué hacer para ser buenos padres? La respuesta no es fácil, pues existen cientos de técnicas educativas. Además, sobre lo que hay que enseñar, existen muchas teorías, y no todos están de acuerdo sobre lo que sea mejor para los hijos.
De todos modos, para un cristiano la cosa más importante, la más grande, la que cuenta de veras, es enseñar la fe a los hijos. Si creemos que Cristo es Dios, si creemos que el Evangelio es el Libro de la vida, si creemos que existe un cielo, y si creemos que son felices los pobres, los mansos, los pacíficos, los puros de corazón y los misericordiosos, entonces los padres sentirán la urgencia de enseñar y transmitir la fe a los que más aman, a sus hijos.
¿Y cómo se transmite la fe en familia? Hay que partir de un principio elemental: “nadie da lo que no tiene”. Es decir: si la fe de los padres es débil o está llena de agujeros, poco podrán enseñar a sus hijos.
Si papá y mamá llevan a los niños para que se preparen a la primera comunión, y no van los domingos a misa; si les enseñan a rezar el “Jesusito de mi vida”, y luego nunca se les ve a ellos en unos momentos de oración; si les piden que perdonen al hermanito, pero luego, cuando papá y mamá discuten entre sí, nunca se piden perdón...
Es claro que el mal ejemplo deja una huella triste y confusa en los hijos. Y no es que los padres no sean creyentes. Pero su fe no llega a lo concreto, no es vivida en profundidad. De este modo, el ejemplo de una fe débil puede neutralizar o debilitar hasta los mejores discursos sobre la doctrina cristiana.
Por eso hay que tener siempre presente una ley fundamental de la educación: las palabras vuelan, el ejemplo arrastra. Vale más la oración del padre y de la madre que no el preguntar todas las noches a Aline: ¿ya has hecho tus oraciones? Aline no necesitará que le recuerden algo si lo aprendió de rodillas, junto a sus padres (a los dos, pues a veces pensamos que sólo la madre es la catequista de casa)
Aline no necesitará que le digan que hay que leer la Biblia, si la leía varias veces por semana en familia. Aline no necesitará que le digan que debe dejar sus juguetes a Francisco si papá dejó el periódico a mamá, o si mamá suplió en el lavado de la ropa a papá para que viese su programa favorito (los tiempos han cambiado mucho...).
El paso siguiente es natural. Sabemos que la fe cristiana no se limita a oraciones, a catecismo, a ir a misa, a “cumplir”. Creer en Cristo es todo un modo de pensar y de vivir. O, para ser más precisos, es un modo de amar. Amar a los amigos y a los enemigos, amar a los de lejos y a los de cerca.
También aquí el ejemplo es fundamental. Llama por teléfono un familiar pesado. ¿Qué dice mamá cuando termina de hablar? “¡Qué pesado!” O, más bien: “Hemos de pensar una manera para ayudar a Fulano, pues se encuentra en una situación difícil”. En la calle, una pandilla ha molestado al más pequeño de los hijos, y el “grande” está dispuesto a vengarse. Papá y mamá reúnen a todos, abren la Biblia, y leen la historia de David que no quiso vengarse de Saúl.
En el trabajo han despedido a muchos compañeros de papá o de mamá. Y, en seguida, la familia empieza a pensar si pueden hacer algo para ayudar a alguna familia que viva en una situación más difícil, que tal vez incluso pase hambre. En televisión vemos, otra vez, violencia y guerrilla en Tierra Santa o en algún otro lugar del planeta. Antes de que nadie pueda acusar a unos o a otros, papá invita a todos a unirse en la sencilla e inmensa oración del Señor: Padre nuestro...
Los ejemplos se podrían multiplicar hasta el infinito. Lo importante es ese aire cristiano que se difunde desde los padres hacia los hijos cuando la fe, de verdad, es lo más importante en casa. Si los padres se preocupan mucho por el dinero, o por las vacaciones, o por el club para el descanso, o por las películas que van a ver, es claro que los hijos serán, en una mayor o menor escala, reflejo de esos intereses.
Si, en cambio, los padres buscan ser fieles a su matrimonio, tienen detalles de cariño y de amor para con Jesucristo y con la Virgen, saben perdonar (y perdonarse) y no dejan pasar ocasión para ayudar a alguien (empezando por el hijo que no sabe cómo resolver un problema de matemáticas), es muy natural que la fe pase, fluya, llegue, al corazón de los hijos.
Algunos hemos tenido ocasión de encontrar padres desesperados, porque sus hijos son borrachos, o drogadictos, o simplemente perezosos de primera división. Pero también hemos conocido padres que viven con una paz especial, pues creen en Dios y han sabido, con sencillez, sin presiones, con alegría, comunicar esa fe entre los pequeños de casa.
Los hijos, cuando crecen, miran con una gratitud infinita a quienes les han dado algo mucho más valioso que el oro o que la diversión: el amor a Dios y la pertenencia a la Iglesia católica que Cristo fundó para salvarnos y para compartir la alegría que sólo Él nos puede dar.
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