jueves, 18 de febrero de 2016

¿No debería adaptarse más a los tiempos?


Aunque la Iglesia haya procurado adaptarse a las diferentes culturas y lugares -me decía una persona en cierta ocasión-, creo que, en general, le ha faltado agilidad para ponerse al día.
- Me parece que la Iglesia ha estado habitualmente poco atenta a los cambios de los tiempos, y se ha esforzado poco por ser progresista y adelantarse a ofrecer lo que en cada momento la gente pide. Pienso que les vendría bien un poco de mentalidad empresarial, y quizá algunas nociones de marketing. Hoy día es imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los rigen.
“Creo -volvió a sentenciar- que esa es una de las razones por las que han perdido seguidores. Yo les recomendaría, como única salida para su supervivencia, que adapten sus posturas al mundo moderno”.
Primero habría que decir que la Iglesia católica no ha parado de crecer en número de fieles a lo largo de estas últimas décadas. Pero, aunque no fuera así, no puede entenderse o tratarse la fe como una simple estrategia de supervivencia en los mercados comerciales. La Iglesia no es una empresa, ni un movimiento asociativo, ni un partido político, ni un sindicato. Las verdades de fe o las exigencias de la moral no pueden tratarse como si lo de menos fuera la verdad y lo importante fuera ser eficaz, ser muchos, o ser moderno.
La Iglesia ha de adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una continua renovación. Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo fundamental de su mensaje. Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo con las tendencias más extendidas en cada época, ni satisfacer las demandas del marketing del momento. Para la Iglesia -como decía Thoureau-, lo más importante no es lo nuevo, sino lo que jamás fue ni será viejo.
Y en cuanto a lo del progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde se quiere progresar. Porque, de lo contrario, sería usar una palabra, quizá muy sugerente para algunos -cada vez para menos-, pero que así, sola, no dice nada concreto.
Siempre me ha parecido que el progreso es bueno, pues suele ser obra de los insatisfechos, de los que no se conforman, de los que buscan rutas arriesgadas en la vida. Pero me parece una simpleza recurrir a la vieja técnica de autodenominarse progresista para tachar a los demás de inmovilistas, para descalificar sin debate alguno a todo aquel que piense de manera distinta. Llamar retrógrados, integristas, tradicionalistas, o cosas parecidas, a todos los que tengan opiniones contrarias a las propias es muestra, cuando menos, de un discurso intelectual bastante pobre.
De la misma manera, tampoco es serio llamar progresista a quien vive bajo el afán -quizá bajo el complejo- de bailar siempre al ritmo de la moda del momento. Quienes así funcionan, están marcados por el estigma de lo pasajero, de lo que pronto quedará superado por otros tiempos y otras modas. Son soldados rasos de una masa, de un ejército sin mandos, en el que nadie sabe quién da las órdenes, pero que, sin embargo, se obedecen con prusiana disciplina.
Hoy, como ayer, la Iglesia ha de escuchar esas voces críticas, y valorarlas, como siempre ha de hacerse con la crítica. Pero no puede sumarse a lo que aparentemente contentaría a más personas pero dificulta el cumplimiento de su misión. Entre otras cosas, porque somos servidores de la Iglesia, no los que decidimos lo que es la Iglesia. Tenemos que saber qué quiere Dios y ponernos a su servicio. AA

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