Laura de Santa Catalina de Siena, Santa
Virgen y Fundadora, 21 de Octubre
Martirologio Romano: En el lugar de Belencito, cerca de Medellín, en Colombia, Santa Laura de Santa Catalina de Siena Montoya y Upegui, virgen, que, con notable suceso, se dedicó a anunciar el Evangelio entre los pueblos indígenas que aún desconocían la fe en Cristo y fundó la Congregación de las Hermanas Misioneras de María († 1949).
Etimología: Laura = Aquella que triunfa, viene de la lengua latina
Fecha de beatificación: 25 de abril de 2004, por San Juan Pablo II.
Fecha de canonización: 12 de mayo de 2013, por el Papa Francisco.
La Madre Laura de Santa Catalina de Siena (Laura Montoya Upegui), nació en Jericó (Antioquia, Colombia) el 26 de mayo de 1874; sus padres, Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui, eran profundamente cristianos. Recibió el Bautismo ese mismo día y el sacerdote le impuso el nombre de María Laura de Jesús. Cuando Laura tenía dos años su padre fue asesinado, durante una guerra cruel y fratricida, por defender la religión y la patria, y sus bienes fueron confiscados; su familia quedó en extrema pobreza. Su madre le enseñó a perdonar y a fortalecer su carácter con sentimientos cristianos. Desde niña, vivió intensas experiencias trinitarias que la llevaron a crecer constantemente en una dimensión mística.
Quedó huérfana e ingresó a los 16 años en la “Normal de Institutoras de Medellín”. Concluidos los estudios, se siente llamada a realizar lo que llamaba “la Obra de los indios”. En 1907 estando en la población de Marinilla, escribe: «me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad haciéndome madre, del modo más intenso, de los infieles. Me dolía como verdaderos hijos». El ardiente “Sitio” -Tengo sed”- de Cristo en la Cruz, la impulsó a saciar esta sed del crucificado y a un trabajo heroico al servicio de los indígenas de la selva que lleva, en 1914, Mons. Maximiliano Crespo, obispo de Santa Fe de Antioquia, a fundar la congregación de las “Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena”. Comprendiendo la dignidad humana y la vocación divina de los indígenas, se inserta en su cultura y en su vida cotidiana, derribando el muro de discriminación racial de quienes la juzgaban y no comprendían el anhelo de extender la fe y el conocimiento de Dios hasta los lugares más remotos e inaccesibles, brindando una catequesis viva del Evangelio.
Pasó los últimos nueve años en silla de ruedas sin dejar su apostolado de la palabra y de la pluma. Después de una larga agonía, murió en Medellín el 21 de octubre de 1949.
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