Todos hemos conocido o hemos oído hablar de personas cuya vida ha quedado destrozada por el mal uso del sexo. Quizá en el arranque de sus desdichas hubiera mucho de pretendida ingenuidad. Y en el asentarse de la adicción, un silencioso alimentar las propias debilidades.
Eran “pequeñas tonterías”, “cosillas sin importancia”. “Probar, que no pasa nada”. “Nuevas emociones”. “Una simple concesión sin más trascendencia, que no hace mal a nadie. Además, lo hace todo el mundo... Somos humanos”.
Sin embargo, como ha señalado la Madre Angélica, los frutos de ese dejarse arrastrar por la adicción al sexo tienen un coste, para ti y para tu alma. Son errores personales que nada tienen de inofensivos. A partir del momento en que se sucumbe, ese error -el pecado- deja de ser algo imaginario para entrar en la propia vida. Ahora se trata de mi error, de mi pecado. Está en mi memoria. Es real. No es algo de lo que pueda desentenderme fácilmente.
Quien se haya dejado llevar por el desorden sexual debe pararse a pensar, y decidirse a tomar una ducha fresca, intelectualmente hablando, que le despierte de los engaños consigo mismo, y así valore debidamente esos actos, esos programas de televisión, esas películas, esas páginas de internet, esas revistas o libros que acostumbra a ver o a leer. Dicen que no tiene importancia, pero en el fondo saben bien que el pecado siempre tiene importancia. AA
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