La acción más prudente y eficaz
La acción más prudente y eficaz (19-06-15)
— ¿Y no debían haber formulado condenas aún más públicas y explícitas de lo que fueron?
Con el estallido de la guerra, el régimen nazi se radicalizó. Las grandes deportaciones y el exterminio programado de los judíos comenzaron en la segunda mitad de 1942. Están apareciendo ahora numerosos documentos que prueban que los gobiernos aliados estaban bastante bien informados de esas atrocidades, y que la Santa Sede hizo tenaces y continuos esfuerzos para oponerse a todos esos terribles atropellos. El aparente silencio de la Santa Sede durante una etapa de la guerra escondía una acción cauta y eficaz para evitar en lo posible esos crímenes.
Las razones de tal discreción están explicadas claramente por el propio Papa en diversos discursos, cartas al episcopado alemán y deliberaciones de la Secretaría de Estado. Las declaraciones públicas solo habrían agravado la suerte de las víctimas y habrían multiplicado su número. No puede perderse de vista que las declaraciones podían ser contraproducentes y hacer que los nazis radicalizaran más aún sus posturas, como pronto se comprobó. Por ejemplo, cuando la jerarquía católica de Ámsterdam se quejó públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, los nazis multiplicaron las redadas y las deportaciones, de modo que al final de la guerra habían sido exterminados el 90 % de los judíos de la capital holandesa.
Por ese motivo se prefirió la protesta por vía diplomática, que fue muy intensa. Los esfuerzos se encaminaron a procurar salvar vidas e influir ante los países satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas actuar impunemente en su territorio. Se consideraba lo más práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo, pues así se salvaron cientos de miles de vidas.
En Italia, y en menor medida en Francia, muchos judíos se salvaron gracias a la protección de eclesiásticos católicos, y en Roma, Pío XII participó personalmente en esa labor. También en Rumania los estragos habrían sido mucho mayores sin las gestiones que realizó, entre otros, Mons. Roncalli, futuro Juan XXIII y entonces delegado apostólico en Turquía. En otros países la Iglesia no pudo conseguir demasiado, pero lo intentó con todos los medios a su alcance. De hecho, cuando terminó la guerra, entre los pocos a quienes las organizaciones judías podían manifestar su agradecimiento figuraba la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica, empezando por el propio Papa Pío XII.
Fueron muchos los cristianos que arriesgaron su vida para salvar personas de raza judía. El hecho de que algunos no lo hicieran pudo ser una muestra de poco espíritu cristiano, pero también es verdad que no es fácil hacer un juicio moral retrospectivo sobre lo que los demás debían haber hecho bajo las condiciones extremas de un Estado totalitario como el nazi.
Las actuaciones diplomáticas del Papa o la jerarquía católica pudieron ser más o menos afortunadas en aquella coyuntura política concreta. La Iglesia, al acercarse a este o a otros momentos de su historia, no tiene inconveniente en reconocer ante el mundo los errores que hayan podido cometer algunos de sus miembros, pero junto a la petición de perdón hay que poner empeño por conocer lo que realmente sucedió.
Nunca estará de más reflexionar sobre cómo pudo producirse aquella barbarie nazi, y observar que no fue la crueldad aislada de un grupo de desaprensivos, sino la proyección política de toda una serie de ideas que venían gestándose en la mente europea (no solo alemana) desde más de un siglo antes. Eran teorías materialistas, biologistas, romántico-hegelianas y nihilistas, que configuraron un estilo y un núcleo neopaganos cuyas manifestaciones más salvajes fueron las ideologías nazi y comunista. AA
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