lunes, 6 de febrero de 2017

Espíritu Santo y María


Quisiera meditar con Uds. algunos momentos en la vida de María.
La Encarnación. No hay duda de que la vida de la Santísima Virgen estaba, desde su inicio, bajo la fuerte influencia del Espíritu de Dios. La Virgen es la “Todasanta” porque desde el primer momento de su existencia fue “sagrario del Espíritu Santo”.
Pero su gran encuentro con el Espíritu fue la Anunciación del ángel que culminó con la encarnación. Allí María tuvo su primer Pentecostés: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). A partir de ese acontecimiento, Ella es llamada sagrario, tabernáculo, santuario del Espíritu. Con ello se indica la inhabitación del Espíritu Santo en María de un modo del todo singular y superior al de los demás cristianos. Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la Virgen y a través de Ella.
Pero aquí hay algo más, algo nuevo y único: el Espíritu Santo quiere actuar junto con la Virgen. ¿Y para qué? Quiere unirse y atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de Dios. Y quiere que la Santísima Virgen diga su Sí totalmente voluntario y libre, para entregarse al Espíritu de Dios, para convertirse en Madre de Dios.
Su crecer en el orden del Espíritu. No debemos pensar que la Virgen haya entendido todo desde el primer momento. Evidentemente comprendió mucho más que nosotros. Porque tenía, como dice Santo Tomas de Aquino, la luz profética que le regaló un conocimiento mayor de las cosas de Dios.
Sin embargo, como ser humano, Ella crecía en sabiduría y desarrollaba su entendimiento a lo largo de la vida. Por eso dice el Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, que María iba adentrándose crecientemente en el orden del Espíritu.
¿Y qué quiere decir eso? María tenía que ir comprendiendo, paso a paso, lo que quería Jesús y lo que debía hacer Ella a su lado. Tenía que entrar progresivamente en ese mundo de su Hijo Divino, en el que sólo el Espíritu Santo podía introducirla.
En diálogo con el Espíritu de Dios, tenía que recorrer su propio camino de fe. Pensemos en la pérdida de Jesús, al cumplir los doce años. Cuán difícil fue para Ella cuando su Hijo los abandonó y después les dijo:
“¿No saben que tengo que preocuparme de los asuntos de mi padre?” (Lc 2, 49). Como agrega el texto, María no entendió lo que Jesús acababa de decirles. Pero seguramente se dio cuenta de que su Hijo llevaba en su interior otro mundo, el mundo del Padre, en el cual también Ella tenía que adentrarse de un modo más perfecto.
Otro momento difícil surgió en las bodas de Cana. “Mujer, Tú no piensas como yo: todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2.4). El pensar de María es todavía muy humana: quiere ayudar a los novios en su necesidad. Jesús mira más allá, piensa en su gran Hora, la hora de la Cruz. Y, sin embargo, cumple el deseo de su Madre.
Y cuando llegó la gran Hora, sobre el monte Calvario, ya callan en Ella los deseos y necesidades naturales. Todo queda sujeto a la voluntad del Padre. Ya no quiere otra cosa que cumplir perfectamente con su rol en el plan de salvación.
Cumbre de ese insertarse en el orden del Espíritu fue la espera de Pentecostés. Allí María se convirtió en instrumento perfecto del Espíritu Santo. Condujo a los apóstoles y discípulos a la sala del Cenáculo. Les transmitió su anhelo profundo por el Espíritu Divino. E imploró con ellos la fuerza de lo alto sobre toda la Iglesia reunida.
En Pentecostés se colmó su ansia por el Espíritu de Dios. Allí quedó completamente compenetrada y transformada por El. Ya en su vida tuvo un cuerpo espiritualizado, es decir, transformado por el Espíritu, de modo que no podía ser destruido. Y así ya quedó preparada para su último y definitivo paso: la asunción en cuerpo y alma al cielo.
Creo que también en nuestra propia vida debe existir un insertarnos paulatinamente en el orden del Espíritu. NS

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