La bioética encuentra sus fundamentos cuando se pone ante una serie de preguntas que, implícita o explícitamente, cada uno responde a lo largo de su vida (a veces desde una continuidad de fondo, otras veces con cambios más o menos radicales).
Esas preguntas tocan temas esenciales: la vida humana y su dignidad; el amor humano y su significado; el sufrimiento y la enfermedad; el inicio (cuándo empezamos a existir) y el final (el “momento” de la muerte); las relaciones con los otros seres vivos y con el ambiente.
Se trata de temas muy amplios que no pueden ser abordados con precipitación. Las respuestas que se den a los mismos, sea de modo consciente, sea desde una orientación casi inconsciente pero no por ello menos importante, configuran cada uno de nuestros comportamientos.
Desde que nos levantamos hasta que buscamos al final de la jornada unas horas de descanso, las acciones que emprendemos influyen sobre la propia vida (que será más o menos sana) y sobre las de quienes viven cerca o lejos. No existen, en cierto sentido, actos indiferentes, pues incluso las omisiones (no hacer, no molestar) a veces llegan a ser dañinas: muchas veces abandonamos a su suerte a personas necesitadas de asistencia alimenticia, médica o simplemente afectiva, porque preferimos invertir tiempo y dinero en asuntos de menor importancia.
El estudio de la bioética busca iluminar, valorar, orientar, nuestros actos en orden a promover un mundo más saludable, más solidario, más atento a quienes sufren, más preocupado por una adecuada tutela del ambiente.
Esto implica, primeramente, elaborar una antropología válida. Tal antropología necesita estar en diálogo con las más importantes propuestas filosóficas elaboradas a lo largo de los siglos, con los descubrimientos de la moderna psicología y de las ciencias biológicas y médicas, con los estudios sociológicos y pedagógicos. Al mismo tiempo, la antropología se confronta con las mismas personas que participan en la Universidad (profesores y alumnos) en cuanto cada uno tiene una cierta visión sobre su propia identidad y sobre la identidad de los otros: no es posible un estudio “neutro” de la antropología, pues a través de la misma revisamos y ponemos en claro las propias ideas sobre lo que somos en cuanto seres humanos.
En segundo lugar, la bioética depende de una serie de principios éticos fundamentales. La ética, como la antropología, es presentada según modos diferentes y con teorías a veces claramente contrapuestas, lo cual dificulta el estudio de la bioética. Ante un panorama pluralístico, hace falta conocer al menos las principales teorías bioéticas en su relación con las éticas del pasado o del presente. Al mismo tiempo, la reflexión sobre la ética interpela a cada ser humano, a los profesores y a los alumnos de la Universidad, en cuanto que el reconocimiento de lo bueno y de lo malo permite juzgar nuestros actos y aquellos realizados por los demás.
En tercer lugar, el estudio de la bioética está en una relación estrecha con materias afines (algunas ya mencionadas al hablar de la antropología), especialmente con la medicina, la biología, y las ciencias ambientales. Ciertamente, al estudiar bioética no podemos afrontar simultáneamente tantas disciplinas. Afortunadamente, el mundo contemporáneo difunde numerosas ideas sobre estos ámbitos del saber, de forma que resulta posible elaborar una visión personal sobre lo que sea más adecuado para conservar la propia salud (y la de los cercanos), sobre la importancia del cuidado del ambiente, sobre el respeto correcto que merecen algunos animales, etcétera.
En cuarto lugar, la bioética interpela y juzga las distintas maneras de organizar la sociedad, así como la corrección de las leyes establecidas (por escrito o de modo consuetudinario) en los pueblos. Ello implica tener ciertos conocimientos sobre el derecho, desde los cuales es posible analizar qué ámbitos de la vida han de ser objeto de atención por parte de las autoridades y cuáles deben ser dejados en manos de las opciones libres de las personas.
Los debates continuos sobre la legalización o la prohibición de actos como el aborto, la eutanasia, el consumo de drogas, incluso los límites de velocidad o los modos correctos de construir escaleras antiincendios, muestran hasta qué punto la tutela de la vida exige una intervención concreta de los parlamentos y de las autoridades civiles. Las relaciones entre bioética y derecho han dado lugar a una subdisciplina, la biojurídica (o bioderecho) que ha ganado un creciente interés entre los estudiosos tanto de la bioética como del derecho.
Esta simple enumeración puede crear la sensación de que la bioética es demasiado compleja y difícil de asimilar y de comprender. En realidad, cada ser humano ya tiene una bioética “precientífica” y “pretemática” en su corazón. Quienes evitan pisar a las hormigas al caminar, quienes buscan tiempo para acompañar a los enfermos en sus casas o en los hospitales, quienes acuden ante las clínicas abortistas para convencer a las mujeres para que no eliminen a sus hijos, lo hacen desde modos de valorar a los diferentes seres vivos sobre los que tiene mucho que decir la bioética.
Cada uno, en resumen, depende de una visión antropológica, escoge unos principios éticos a la hora de actuar, tiene conocimientos más o menos precisos sobre la medicina y otras ciencias, y opina sobre política y sobre leyes. Por eso, la bioética necesita dialogar continuamente con las disciplinas que hemos evidenciado en estas líneas, para denunciar aquellas acciones que van contra la dignidad humana, y para promover comportamientos concretos que ayuden al hombre y que tutelen el ambiente en el que vivimos. FP
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