jueves, 13 de abril de 2017

Jueves Santo – Los Padres de la Iglesia nos iluminan


El mundo visible proclama la bondad de Dios, pero nada la proclama tan claramente como la venida de Dios ente los hombres. Sabemos que aquel que era de condición divina, tomó la condición de servidor. No es que se rebajó en dignidad, sino que aumentó y engrandeció su amor hacia la humanidad. Y el tremendo misterio que hoy se cumple nos permite ver las consecuencias de dicho abajamiento: ¡el Salvador le lavó los pies a sus discípulos!
Realmente, al asumir el Dueño de todo el universo los rasgos de nuestra humanidad, se revistió de la condición de servidor, y nos lo ha mostrado con esa manera tan característica del actuar de Dios en la Encarnación, levantándose de la mesa. Aquel que provee  la subsistencia de todos los seres que moran bajo el sol, está sentado entre los Apóstoles; el Maestro, entre los esclavos, la fuente de la sabiduría, entre los ignorantes; el Verbo, entre hombres sin instrucción; el autor de la sabiduría, entre  iletrados. Aquel que da su alimento a todo viviente, toma su alimento sentado a la misma mesa que sus discípulos, y aquel que provee su alimento entero al universo, [en esa mesa] recibe también Él su alimento. 
No sólo se conformó con hacer a sus servidores el inmenso favor de sentarse a comer con ellos. Pedro, Mateo y Felipe, seres de esta tierra, están sentados con él, mientras que Miguel, Gabriel y toda la multitud de los ángeles lo rodea respetuosamente. ¡Cosa realmente admirable! Mientras los ángeles se mantienen temerosamente a prudente distancia, los discípulos comparten con Él la mesa con total familiaridad.
Ni siquiera esa maravilla es suficiente, sino que, así dice el Evangelio, se levantó de la mesa. Aquel al que la luz envuelve como un manto, se despoja del manto que lo envolvía; aquel que ciñe el cielo de nubes, ciñe su cintura con un delantal; el que hace correr las aguas de los lagos y de los ríos, va vertiendo el agua en un recipiente. Aquel ante el cual se postran el cielo, la tierra y los abismos, lava, arrodillado, los pies a sus discípulos. El Señor del universo lavó los pies de sus discípulos. ¡Eso para nada disminuye su dignidad, sino que muestra su gran amor hacia nosotros!   
Por inmenso que fuera ese amor, Pedro no olvida que se trata del Señor de majestad. El hombre al que su ardor  impulsa siempre a creer, su impetuosidad lo lleva a reconocer con precisión la realidad. Los otros discípulos, no por indiferencia sino por temor, se dejaron lavar los pies sin decir palabra. Pero el respeto le impidió a Pedro permitírselo hacer, y por eso le dijo: ¡Tú, Señor, quieres lavarme los pies! ¡Tú, Señor, jamás me vas a lavar los pies a mí! Pedro habla con mucha rudeza. Dice bien, pero ignorando la manera cómo actúa Dios; rehúsa por espíritu de fe; pero después obedecerá de todo corazón. Los fieles cristianos debemos obrar de idéntica manera: sin obstinarnos en nuestras decisiones, cediendo a la voluntad de Dios.
Si bien Pedro expresó su opinión muy humanamente, luego se arrepintió por amor a Dios. Cuando el Salvador constató su reticencia, más fuerte que la del más resistente de los yunques, le dijo: Si yo no te lavo, no podrás compartir nada conmigo. Fíjate que el asunto era grave y fíjate cómo quebró la reticencia de Pedro. Mostrándose todavía más rudo que él, lo increpó con un tono demoledor: excluía a Pedro de su compañía para lograr que triunfara la voluntad de Dios sobre la obstinación de Pedro.  
Entonces Pedro, el hombre bueno y admirable, rápido en expresar su opinión, se mostró igualmente rápido en arrepentirse. Habiendo captado la dureza de las palabras a él dirigidas, se mostró todo entero en su arrepentimiento: ¡No sólo los pies, sino las manos y la cabeza!, [como diciendo:] “Purifícame totalmente, lávame todo entero, para que pueda decir como David: ¡Lávame y quedaré más blanco que la nieve!”

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