“Dar a cada
quien lo suyo”. Así se ha definido siempre la justicia.
Si vamos a la
etimología, justicia proviene del sustantivo latino ‘ius’, que significa
derecho. Es justo el hombre que concede a cada uno sus derechos, lo que le es
debido por ser lo que es en todos los órdenes. Por tanto, la justicia consiste
en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido.
La justicia es
un valor que acompaña el ejercicio de la correspondiente virtud moral cardinal.
Desde el punto de vista subjetivo, la justicia se traduce en la actitud
determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona. Desde el punto
de vista objetivo, este valor y virtud constituye el criterio determinante de
moralidad en el ámbito intersubjetivo y social.
Hoy la justicia
se muestra particularmente importante en el contexto actual, en que el valor de
la persona, de su dignidad y de sus derechos, está seriamente amenazado por la
generalizada tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad y
del tener.
La justicia no
es una simple convención humana, porque lo que es ‘justo’ no es originalmente
determinado por la ley, sino por la identidad profunda del ser humano.
Esta virtud
regula las relaciones entre los hombres en sus múltiples manifestaciones: con
Dios, con los demás y consigo mismo.
Tenemos que ser
justos, primero, con Dios.
La justicia con Dios se llama virtud de religión. Debemos dar a Dios honor y
gloria. Debemos dar a Dios el primer lugar. Y esto se demuestra en dedicar un
tiempo al día para agradecerle la vida, la fe, y tantas gracias que a diario Él
nos da en el orden espiritual y material, familiar y laboral. Aquí entrarían
esos minutos al día para leer la Biblia y entrar en diálogo con Él. Aquí
entraría ese participar activa y fervorosamente de la misa dominical. Aquí
también la oración de agradecimiento antes de las comidas. O ese rezo del
rosario en familia. Todo esto es justicia con Dios por ser quien es: nuestro
Señor, nuestro Padre y nuestro Dios.
Tenemos que ser
justos, sobre todo, con los demás.
Esta justicia garantiza básicamente el respeto mutuo en el uso de los bienes
que Dios nos ha otorgado, que son para todos y que miran no sólo a nuestra
utilidad en este mundo, sino también para que nos ayuden a llegar hasta Dios.
El Magisterio social de la Iglesia evoca al respecto tres formas clásicas de
justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal. Dice el Catecismo de la
Iglesia católica: “Los contratos están sometidos a la justicia
conmutativa, que regula los intercambios entre las personas y entre las
instituciones en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa
obliga estrictamente; exige la salvaguardia de los derechos de propiedad, el
pago de las deudas y el cumplimiento de obligaciones libremente contraídas. Sin
justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia. La justicia
conmutativa se distingue de la justicia legal, que se refiere a lo
que el ciudadano debe equitativamente a la comunidad, y de la justicia
distributiva que regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en
proporción a sus contribuciones y a sus necesidades” (número 2411). “En virtud
de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución
del bien robado a su propietario…” (Número
2412).
Por tanto,
bajando a detalles, se falta a la justicia, y a veces gravemente, mediante el
hurto, la rapiña, el fraude, la usura, la extorsión, el plagio, la retención
injusta del algo ajeno. Se falta a la justicia, cuando por negligencia se
retrasan los salarios o pagos, pudiendo hacerlo a tiempo. Mientras se pueda,
convendría pagar al contado, sobre todo a los que lo necesitan, y al día
siguiente de terminar el mes. Sí, falta a la justicia:
• El patrón que
retrasa el pago del salario a los obreros, sin causa justa.
• El que se
niega a pagar sus deudas pudiendo hacerlo.
• Los que no
devuelven las cosas prestadas o las devuelven en mal estado.
• Los que engañan
en la administración de bienes ajenos.
• Los que
falsifican dinero.
• El que estafa
a quien le confió la administración de sus bienes.
• Los que
guardan la cosa perdida sin buscar al dueño.
• El que con
gastos excesivos se imposibilita para pagar sus deudas.
• Los
comerciantes que provocan quiebras ficticias para declararse insolventes.
• El que
sabiendo que en el supermercado se ha equivocado la cajera y le ha dado dinero
de más, y no hace nada por devolverlo.
Tenemos que ser
justos, finalmente, con nosotros
mismos. A esto lo llamamos humildad. La justicia con nosotros mismos
significa ponernos en el lugar que nos corresponde: ni arriba ni abajo. Y si
ahondamos un poco, sabemos que el lugar que nos corresponde es el último,
porque somos criaturas de Dios, servidores de nuestros hermanos y además pesa
sobre nosotros una realidad profunda: somos pecadores.
Tratemos de
vivir esta virtud de la justicia con más conciencia, sobre todo con nuestro
prójimo. Y unamos a la virtud de la justicia, la virtud del amor y de la
solidaridad. Sólo así superaremos la visión contractual de la justicia, que es
visión limitada. La justicia sola no basta. Puede incluso llegar a negarse a sí
misma, si no se abre a aquella fuerza más profunda que es el amor. AR
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