Sin duda, la aportación del cristianismo a la cultura occidental ha sido enorme a lo largo de estos casi dos mil años de existencia. Para captar un poco su extraordinaria importancia, podemos imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo, o bien ver los resultados obtenidos por otras culturas.
Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría sucumbido ante el empuje de los bárbaros sin dejar casi nada detrás. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos, para no poder sobrevivir después al empuje conjunto de las siguientes invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubiera dado sin un Islam cuya existencia presupone la del cristianismo.
Durante los siglos de lo que ahora conocemos como la etapa medieval, Europa hubiera sido escena de continuas oleadas de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido, como de hecho no aparecieron en otras culturas. Además, sin los valores cristianos se habrían perpetuado -como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy- fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, la ausencia de desarrollo científico o el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional.
Hoy todos sabemos que el modelo democrático procede de las constituciones monásticas, que fueron pioneras con sus capítulos y sus votaciones. La idea de derechos iguales para todos encontró ahí su forma política. Es cierto que hubo antes una democracia griega, de donde se tomaron algunas ideas decisivas. Pero en la sociedad helénica existía la garantía sagrada de los dioses, y la democracia cristiana de la época moderna pudo basarse en la sacralizad de los valores garantizados por la fe, que se sustraen a la dictadura de las mayorías. Es un hecho evidente que las dos primeras democracias -la norteamericana y la inglesa- están basadas en una misma conformidad de valores procedente de la fe cristiana, y que solo pueden funcionar cuando existe un acuerdo fundamental sobre los valores.
Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el Islam, el budismo, el hinduismo o el animismo -donde siguen considerándose legítimas muchas conductas degradantes para el ser humano-, para intuir lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo (y eso a pesar de que hoy día hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la asistencia social, por citar solo dos ejemplos).
En el último siglo, el olvido de algunos de los principios básicos de origen cristiano (sobre todo en los regímenes incubados por el marxismo o el fascismo-nazismo) ha llevado a situaciones de una barbarie sin precedentes, una muestra más de los riesgos que supone construir el futuro olvidando los principios sobre los que se asienta.
Es cierto que los cristianos muchas veces han dejado bastante que desear en el modo de vivir su fe. Con todo, la influencia humanizadora y civilizadora de la fe cristiana no cuenta con equivalentes de ningún tipo a lo largo de la historia universal. Sin la fe cristiana, el devenir humano habría estado mucho más teñido de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento; con ella, el gran drama de la condición humana se ha visto acompañado de progreso y justicia, de compasión y cultura. AA
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