jueves, 1 de octubre de 2015

Aborto, eutanasia y religión


El argumento se repite con frecuencia: oponerse al aborto, condenar la eutanasia, es algo que depende de las convicciones personales, de las creencias privadas de las personas, y nadie (sobre todo si es un creyente) debería imponer su punto de vista a los demás.
Según este argumento, los católicos o miembros de otras religiones que se oponen al aborto y a la eutanasia creen que “su” verdad vale para todos. Piensan, por lo tanto, desde una perspectiva que muchos no conviven, y quieren imponer su moral religiosa a tantas personas que no tienen la misma fe.
Para contrarrestar la imposición de los creyentes en la vida social, los defensores de la “laicidad” y de la democracia afirman con firmeza que ante argumentos como el aborto y la eutanasia nadie puede presumir de poseer la verdad. Entonces, concluyen, en temas como estos el estado debería permitir que cada uno decida según sus principios personales, sin que ninguna religión imponga a los demás su punto de vista.
En este argumento se esconde un grave error y una contradicción que no se puede eliminar.
El error consiste en creer que el aborto y la eutanasia son temas opinables, son asuntos que dependen de las creencias de la gente y que deberían quedar relegados al ámbito de lo privado. ¿Por qué es error? Porque cuando hablamos de aborto y de eutanasia estamos hablando del deseo que tienen unos seres humanos de acabar con la existencia de otros seres humanos, lo cual destruye la justicia social y va contra el derecho a la vida. Por lo mismo, no puede ser visto simplemente como un tema opinable, como algo que se refiere a lo que cada uno hace en el ejercicio de la propia libertad sin dañar los derechos de otros.
En el aborto esto es evidente: en cada aborto algunos adultos deciden destruir la existencia de un hijo indefenso. Consideran, de este modo, que el derecho a la vida depende de las decisiones que los fuertes, los que ya gozan de un cierto reconocimiento social, pueden imponer sobre los más débiles, los embriones y los fetos. Lo cual, en el fondo, es permitir una injusticia sumamente grave, propia de un estado totalitario, aunque vivamos con un parlamento votado por la gente y aunque existan gobernantes que se autodeclaran democráticos.
Respecto de la eutanasia, algunos objetan que no se violaría ningún derecho humano si es el mismo enfermo quien la solicita. En ese caso, dicen, una persona decide terminar con su existencia y pide ayuda para alcanzar su meta (los suicidas no piden ayuda: basta con la fuerza y la inteligencia que ya poseen para llevar a la práctica el gesto trágico con el que buscan autodestruirse).
En realidad, cuando se legaliza la eutanasia, un ser humano adquiere el “derecho” de obligar a otros seres humanos para que acaben con su vida. Lo cual lleva a dos alternativas, como bien observaba hace unos años Carrasco de Paula. En la primera, la simple petición de eutanasia crearía deberes en el personal sanitario o en otras personas que se convierten, por lo mismo, en simples mercenarios ante las peticiones de otros. De este modo, unos seres humanos estarían obligados a actuar contra la deontología médica y contra el respeto a la vida ajena al recibir la orden de terminar con la existencia de quien solicite la propia muerte.
En la segunda alternativa, no bastaría con pedir la eutanasia para adquirir automáticamente el “derecho” a ser eliminado, sino que la propia petición estaría sometida al arbitrio de otros (políticos, jueces, comité médico, etc.). Tal petición de eutanasia se convertiría en una especie de documento por el cual esos “otros” adquieren el poder de decidir sobre la vida o la muerte de seres humanos, siempre según requisitos “legales” y “técnicos” que indican cuándo y cómo se puede acabar con una vida humana. Desde ese momento, quien ha solicitado la eutanasia se convertiría en un ciudadano de segunda clase porque su vida no vale por sí misma, sino según lo que otros dictaminen de acuerdo a la ley.
En las dos alternativas ante la eutanasia, aceptaríamos vivir en un estado absurdo, donde el respeto a la vida quedaría en manos de decisiones subjetivas y arbitrarias, con lo que esto implica de desorden social al permitir la imposición de unos seres humanos sobre otros seres humanos.
Queda por ver la contradicción de quienes dicen que los grupos religiosos no pueden imponer su punto de vista a los demás. Porque quienes afirman lo anterior buscan también imponer su punto de vista a todos, quieren hacernos ver que sólo “su” verdad vale para la vida social, y que los que piensan lo contrario son grupos fundamentalistas que no saben convivir en la vida social. En realidad, son los grupos pro aborto y pro eutanasia los que caen en una actitud violenta al defender, como si se tratase de un “derecho”, el que unos puedan acabar con la vida de otros.
Oponerse al aborto y a la eutanasia no es, por tanto, algo que dependa simplemente de las ideas religiosas, ni algo que puede quedar relegado al mundo de las opiniones subjetivas. Más bien, oponerse al aborto y a la eutanasia es la consecuencia lógica de quienes defienden el respeto de los derechos humanos de todos, lo cual es un requisito básico para garantizar la convivencia en la sociedad.
Una verdad tan importante para la vida democrática no puede ser nunca prerrogativa de algunos grupos particulares. La defensa del derecho a la vida, como bien decía un laico como Norberto Bobbio, no es monopolio de los creyentes. También los hombres y las mujeres de todas las creencias y de todas las opiniones están llamados a defenderlo, para lograr así un mundo verdaderamente incluyente y democrático por saber tutelar la vida y la dignidad de todos. FP

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