Será una salvación humana, si llama a otros en su auxilio. Será una salvación divina, si dirige su súplica a Dios.
La vida está llena de peligros: personales, sociales, físicos, espirituales. Peligros que nos dañan, peligros que nos paralizan, peligros que nos hieren, peligros que nos llenan de miedo.
Por eso necesitamos y buscamos la salvación. Una salvación puntual, para superar una deuda, para curar una enfermedad, para huir de un agresor impertinente. Una salvación más profunda, la que nos libera del pecado y de la muerte.
La salvación completa, definitiva, íntima, es la que solamente puede ofrecer Dios. Porque nadie en la Tierra es capaz de perdonar los pecados con las simples capacidades humanas. Como tampoco nadie, entre los hombres que conocemos, tiene la fuerza para vencer la muerte.
El corazón siente necesidad de recurrir a Dios. “Alzo mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Sal 121,1‑2
Dios respondió. A mis oraciones y a las de tantos hombres y mujeres de todos los tiempos. Envió a su Hijo, que se hizo Hombre. Desde entonces la salvación está al alcance de todos.
Como los samaritanos y como san Juan, estamos seguros: “sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”. Jn 4,42 “Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo”. 1Jn 4,14
Desde que Jesús vino entre nosotros, el pecado y la muerte han sido derrotados. La esperanza es posible. Tenemos las puertas del cielo abiertas. El perdón y la misericordia son el don más grande del Padre. Nos ofrece, en su Hijo, la salvación eterna. FP
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