El hombre se despojó de su lastre terrenal y se encaminó directamente hacia las puertas del Cielo. Con un gesto le indicaron que dejara el portafolio en el umbral.
El Ángel Portero le preguntó:
-¿Qué hiciste de tu vida?...
-Tengo... tuve varias propiedades. Piso con vistas al río, un apartamento precioso, un local comercial con vivienda arriba, un chalet con piscina, etc.
-¿Qué hiciste de tu vida? -repitió el Ángel.
La flamante alma se sorprendió. Quizá los bienes inmuebles no se tenían en cuenta, pensó algo amoscado.
-Cuenta corriente en bancos, caja de caudales. Tengo... tenía una fabriquita -siempre le había gustado llamar a su empresa “fabriquita”- de unos setenta empleados entre obreros, oficinistas, corredores y personal de custodia.
Casi agrega “Nada del otro mundo”, pero se dio cuenta de que estaba en el otro mundo...
-¿Qué hiciste de tu vida? -insistió el Portero Celestial.
El alma del ejecutivo se movió inquieta. Lo que más echaba de menos era el portafolio. Cuando se despojó de él, se sintió desnudo. Y, definitivamente, muerto.
-Soy... era socio de un club de golf y de otro de equitación, muy exclusivo. Justamente gracias a ese maldito accidente, perdón, se me escapó; es que estoy en tu presencia...
-¿Qué hiciste de tu vida?...
El Ejecutivo pensó si no se había equivocado de rumbo y en vez de en el Paraíso estaría en otra galaxia.
-Me casé y tuve cinco hijos.
-¿Qué hiciste...? -Comenzó el Portero y el otro se apresuró.
-A todos les di estudio. A los varones los saqué derechos y a las mujeres las casé con excelentes partidos. Todos bien encaminados, gracias a Dios y a mis esfuerzos, continuarán con la firma, darán lustre al apellido.
-¿Qué...?
El Ejecutivo se estremeció. ¡Si pudiera aferrarse a su bien amado portafolios!... ¡Eso lo haría sentirse seguro y no como ahora, parado en el aire!...
-A mi esposa nunca le hice faltar nada: creaciones de modistas famosos, pieles, joyas, viajes. Todos los caprichos...
Los ojos del Ángel se nublaron como un cielo torrentoso. Los nimbos pasaban no sólo por sus pupilas sino por todo el rostro.
-Entendámonos de una buena vez: ¿qué hiciste con tus manos?
-¿Con mis manos...? -el hombre se miró las manos como si las viera por primera vez. Después sonrió. Ahora se daba cuenta de qué quería averiguar el Ángel-. ¡Amasé una fortuna con mis propias manos!... Empecé desde abajo, golpeando el hierro, puliendo el metal, trabajando la madera...
-¿Qué más?
-Golpeé, martillé, serruché, limé, tallé -se sentía tan cansado como si todas las labores las estuviera haciendo allí mismo.
-¿Qué más?
-¿Qué más? Saqué cuentas, pagué a los acreedores, manejé autos, máquinas y herramientas. Alguna vez, lo confieso, levanté mi mano contra mis propios hijos, pero siempre por su bien, ¡para enderezarlos desde chicos!...
Advirtió que estaba gritando en un lugar donde el silencio era una bendición.
El Ángel hizo un gesto amistoso, el único gesto amistoso desde que empezara el interrogatorio. En el vaivén de ese gesto, él vio un extremo del club exclusivo y su propia caída del caballo, rodeado de curiosos...
-Ese soy yo -dijo infantilmente conmovido.
Otro movimiento y vio a su mujer, elegante en su luto, junto al clan familiar.
-Me parece que lloran... Los chicos también... -Contestó casi alegre, apenas convencido, mientras las propias lágrimas le resbalaban por las traslúcidas mejillas. ¡Lloran por mí!...
-Lloran por todos los besos y caricias que nunca les brindaste en la vida -dijo el Ángel y, con infinita tristeza, mientras el ejecutivo terca e inútilmente saludaba a la inalcanzable imagen, cerró las puertas del Cielo. Al marcharse, le devolvieron el portafolio.
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