Creer es algo razonable. Nos pasamos la vida fiándonos de lo que alguien nos dice. Por la autoridad de otros aceptamos las creencias históricas, la mayoría de las geográficas y buena parte de las referidas a los asuntos de la vida cotidiana. Nos fiamos del manual de instrucciones del coche, y de multitud de cosas en la vida normal de cada día: de lo contrario, sería imposible vivir.
—Pero a muchos las exigencias de la fe les parecen exageradas.
Hay realidades que exigen un cierto nivel de exigencia y de compromiso. Es fácil encontrar o inventar teorías agradables al oído, cálidamente permisivas, y que incluso adornen la vida de un cierto aire trascendente, pero no basta con eso para que sean verdaderas.
—Pero decías que hacer el bien no tiene por qué ser desagradable.
Lo principal no es buscar lo agradable ni lo desagradable, sino lo que es propio de nuestra naturaleza de hombres. O lo que quiere Dios de nosotros, que en definitiva es lo mismo. Y como Dios busca siempre nuestro bien, precisamente eso será lo mejor para nosotros. Y, a la larga, también lo más agradable.
Si llegamos con sed a una fuente en la que encontramos un cartel que dice “agua no potable”, esto puede producirnos una primera reacción de desagrado, pues tenemos sed y allí hay agua fresca. Pero saciar la sed con esa agua nos llevaría a una intoxicación, que ese cartel nos ahorra. Quien pone ese cartel no busca fastidiar, sino ayudar, prevenirnos ante un mal no siempre perceptible con evidencia. Y esa agua no nos hace daño por tener el cartel, sino que han puesto el cartel para que no nos haga daño.
La fe verdadera es exigente. Y exige una conversión verdadera, del corazón. El deber moral no puede considerarse como una cárcel de la que el hombre tenga que liberarse para poder hacer finalmente lo que le venga en gana. Las normas morales no son limitaciones arbitrarias impuestas a las personas, sino verdades liberadoras que llenan de luz su existencia y constituyen su propia dignidad. AA
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