Cuando compramos unos zapatos queremos que sean buenos, que duren, que no dañen nuestros pies. Cuando tomamos un jugo, esperamos que nos siente bien. Cuando aceptamos un billete de dinero, suponemos que es auténtico.
¿Y qué queremos cuando vamos al médico? Queremos saber cómo está nuestra salud. Si tenemos alguna enfermedad, nos gustaría ser curados cuanto antes. Si la enfermedad es crónica, pedimos al doctor que nos ayude a sobrellevarla con serenidad, de modo digno. Si nos toca prepararnos para recoger velas, para dejar esta vida y acercarnos a la otra... Nos gustaría que se nos dijese la verdad, aunque duela, y poder contar con la ayuda necesaria para llegar al final de un modo digno y humano.
Los enfermos esperan mucho de los médicos. Los médicos lo saben. Por eso desde hace muchos siglos se han establecido normas de comportamiento que pedían al médico la máxima honradez y el compromiso más completo en favor de sus enfermos.
Entre los griegos se hizo famoso el juramento de Hipócrates, un médico que vivió entre los siglos V y IV a.C. En este juramento podemos leer, por ejemplo, frases como esta: “Me serviré, según mi capacidad y mi criterio, del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar”.
Los médicos, sin embargo, pueden equivocarse. Incluso algunos han actuado francamente mal. Un caso tristemente famoso, en el siglo XX, fue el de algunos médicos alemanes que colaboraron con los nazis en la eliminación de enfermos o ancianos, o que hicieron experimentos salvajes con prisioneros en los campos de concentración.
También en el mundo “libre” y “democrático” ha habido médicos que han actuado de modo injusto. Por ejemplo, en un hospital de New York, durante varios años (1965-1971), se introdujo el virus de la hepatitis en niños minusválidos, simplemente para experimentar y sin que nada supieran sus padres. En el pasado y en el presente hay médicos que practican la esterilización forzada, o incluso, el aborto. Algunos también aplican la eutanasia, con o sin permiso de los pacientes, con o sin el apoyo de las leyes...
Junto al problema de la ética de los médicos y de quienes les asisten, la medicina se hace cada vez más complicada, y el tomar decisiones no es nada fácil.
Pongamos un ejemplo de la vida real: a un hospital llegan dos enfermos que necesitan urgentemente un trasplante de pulmón. Se analizan los casos, y resulta que sólo hay disponible un pulmón para el trasplante. ¿Quién lo recibirá? Los dos enfermos son compatibles respecto de ese pulmón, entonces... Después de mucho discutir, se optó por hacer el trasplante sobre el candidato más joven, padre de familia de unos 30 años. El otro, un médico que tenía poco más de 60 años y que era muy querido por la gente, moría a los pocos días. Había que optar y, como es obvio, salvar a uno implicaba dejar morir al otro.
Decisiones como estas no son fáciles, y muestran hasta qué punto es casi imposible tomar decisiones que satisfagan a todos.
Para promover la ética de los médicos, para defender a los enfermos de cualquier forma de abuso, para solucionar nuevos casos que la técnica va presentando, para afrontar problemas y urgencias mundiales, como la contaminación, el equilibrio ecológico, el hambre en el mundo, etc., ha “nacido” la bioética, que depende en mucho de la ética clásica de los médicos, y que va más allá de la misma ante la aparición de situaciones hasta ahora nunca imaginadas.
El inventor de la palabra bioética fue Van Rensselaer Potter (1911-2001), un oncólogo que trabajaba en los Estados Unidos. Para Potter, la bioética debería establecer un puente entre científicos y humanistas, para garantizar la supervivencia de la especie humana.
Potter observaba cómo los científicos se encerraban cada vez más en sus especializaciones. Uno sabe mucho de las células de la mano, otro sabe casi todo de las escamas del cocodrilo, otro se dedicaba a crear un arroz súper potente... Sin embargo, era (y es) urgente que alguien ayude a todos a ver el conjunto. Para eso sirven las ciencias humanísticas, aunque muchos expertos en filosofía, literatura o sociología, parecen poco competentes a la hora de analizar un descubrimiento científico.
Para sobrevivir, decía Potter, habría que establecer un puente entre los dos lados de estas ciencias, las experimentales y las humanísticas.
Por desgracia, en ambos lados encontramos personas de todos los “colores”: buenos y malos científicos, buenos y malos humanistas. ¿Cómo hacer un puente que valga la pena, que “funcione”? La tarea es difícil, pero no imposible. La bioética, una ciencia con mucha historia pero ahora renovada, quiere dar respuestas. Serán buenas respuestas si defienden sanos principios éticos. Serán malas respuestas (y el mismo Potter dio respuestas muy equivocadas, por ejemplo al defender el aborto) si van contra la justicia y el respeto que merece cada ser humano.
Nos toca a todos, con espíritu crítico y responsable, valorar lo que nos pueda ofrecer la bioética con una simple pregunta: este experimento, esta operación, este sistema económico, ¿respeta al hombre y su dignidad o no?
Tendremos bioética “buena” si sirve para ayudar y defender al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres (usamos una expresión usada por el Papa Juan Pablo II). Tendremos bioética “mala” si sirve para permitir injusticias como el aborto, el abandono de los enfermos de SIDA o de lepra, o la desnutrición de los niños pobres. Nosotros, ¿qué bioética queremos? FP
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