1 Por ese tiempo, Antíoco tuvo que retirarse
precipitadamente de las regiones de Persia.
2 En efecto, después de haber entrado en la ciudad
llamada Persépolis, intentó saquear el templo y apoderarse de la ciudad. Pero
el pueblo se amotinó y se defendió con las armas. Antíoco, derrotado por la
gente del país, tuvo que emprender una vergonzosa retirada.
3 Cuando estaba en Ecbátana, recibió la noticia de
lo que le había sucedido a Nicanor y a las tropas de Timoteo.
4 Enfurecido a causa de esto, pensaba desquitarse
con los judíos de la afrenta que le habían inferido los que le obligaron a
emprender la retirada. Entonces ordenó al auriga que condujera el carro sin
parar hasta el fin del trayecto. Pero, en realidad, ya era inminente el juicio
del Cielo porque él había dicho lleno de arrogancia: «Al llegar allí, haré de
Jerusalén un cementerio de judíos».
5 El Señor, que todo lo ve, el Dios de Israel, lo
castigó con un mal incurable e invisible. Apenas pronunciadas estas palabras,
sintió un intenso dolor intestinal con agudos retorcijones internos.
6 Todo esto era muy justo, porque él había
atormentado las entrañas de los demás con tantos y tan refinados suplicios.
7 A pesar de esto, no cedía en lo más mínimo su
arrogancia; por el contrario, siempre lleno de soberbia, y exhalando contra los
judíos el fuego de su furor, mandaba acelerar la marcha. Pero mientras avanzaba
velozmente, se cayó del carro y todos los miembros de su cuerpo quedaron
lesionados por la violencia de la caída.
8 Aquel que poco antes, llevado de una jactancia
sobrehumana, creía dictar órdenes a las olas del mar y pensaba pesar en la
balanza las cimas de los montes, era llevado en camilla, después de haber caído
en tierra. Así ponía de manifiesto a los ojos de todos, el poder de Dios.
9 Su estado era tal que del cuerpo del impío
brotaban los gusanos; estando vivo aún, la carne se le caía a pedazos, en medio
de dolores y sufrimientos, y el ejército apenas podía soportar el hedor que
emanaba de él.
10 A causa de ese olor insoportable, nadie podía
llevar ahora al que poco antes se creía capaz de tocar los astros del cielo.
11 Sólo entonces, en aquel estado de postración,
comenzó a ceder en su desmedida soberbia y a entrar en razón, por los dolores
que se hacían cada vez más intensos a causa del castigo divino.
12 Como ni él mismo podía soportar su propio hedor,
exclamó: «Es justo someterse a Dios y no creerse igual a él, siendo un simple
mortal».
13 Aquel malvado rogaba al Soberano, de quien ya no
alcanzaría misericordia, prometiendo
14 que declararía libre a la Ciudad santa, a la que
antes había dirigido rápidamente para arrasarla y convertirla en un cementerio;
15 que equipararía con los atenienses a todos
aquellos judíos que había considerado dignos, no de una sepultura, sino de ser
arrojados, junto con sus hijos, como pasto de las fieras y de las aves de
rapiña;
16 que adornaría con los más hermosos presente el
Templo santo que antes había saqueado; que devolvería con creces los objetos
sagrados y que proveería con sus propios ingresos los fondos necesarios para
los sacrificios,
17 y finalmente, que se haría judío y recorrería
todos los lugares habitados, proclamando el poder de Dios.
18 Como sus dolores no se calmaban de ninguna
forma, porque el justo juicio de Dios se había abatido sobre él, y desesperando
de su salud, escribió a los judíos, en tono de súplica, la carta que se
transcribe a continuación:
19 «Antíoco, rey y general, saluda a los judíos,
ciudadanos respetables, deseándoles felicidad, salud y prosperidad.
20 Si ustedes y sus hijos se encuentran bien y sus
asuntos marchan conforme a sus deseos, damos inmensas gracias por eso.
21 En cuanto a mí, que estoy postrado sin fuerzas
en mi lecho, conservo un afectuoso recuerdo de ustedes y de sus buenos
sentimientos. Cuando regresaba de las regiones de Persia, contraje una penosa
enfermedad, y he creído conveniente preocuparme por la seguridad de todos.
22 No es que desespere de mi salud: al contrario,
tengo mucha confianza de que podré recuperarme de mi enfermedad.
23 Sin embargo he tenido en cuenta que cuando mi
padre emprendió una campaña a las regiones de la meseta, designó a su futuro
sucesor.
24 Así, si sucedía algo imprevisto o llegaba una
noticia desagradable, los habitantes de las provincias no se perturbarían,
sabiendo de antemano a quién quedaba confiado el gobierno.
25 He tenido en cuenta, además, que los soberanos
de los países vecinos a mi reino están al acecho, esperando cualquier ocasión
favorable. Por eso, he decidido designar rey a mi hijo Antíoco, a quien muchas
veces, durante mis campañas a las provincias de la meseta, ya he presentado y
recomendado a la mayor parte de ustedes.
26 También a él le he escrito la carta que aquí se
adjunta. Y ahora les pido encarecidamente que recuerden mis beneficios públicos
y privados, y perseveren en sus buenos sentimientos hacia mí y hacia mi hijo.
27 Porque estoy persuadido de que él seguirá con
moderación y humanidad el programa que yo me he trazado, y así se entenderá
bien con ustedes».
28 Así murió aquel criminal y blasfemo. Padeciendo
los peores sufrimientos, como los había hecho padecer a otros, terminó su vida
en un país extranjero, en medio de las montañas y en el más lamentable
infortunio.
29 Filipo, su compañero de infancia, conducía el
cadáver, pero no fiándose del hijo de Antíoco, se dirigió a Egipto, donde
reinaba Tolomeo Filométor.
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