El fundamento de toda religión constituye la imagen, la idea que forma de su propio Dios. Cada hombre tiene en su corazón una idea personal de Dios sobre todo nosotros, que somos cristianos. Y nuestra vida cristiana, nuestra fe vital y profunda dependen decisivamente de la imagen de Dios que tengamos.
Anhelamos un pastor. Es una imagen de Dios muy conocida y viva desde el cristianismo primitivo. Ya la encontramos frecuentemente en las catacumbas. Pero también hoy en día todos conocemos estas imágenes del Buen Pastor en medio de su rebaño, o con la oveja sobre sus hombros. Parece que a todos los cristianos de todos los tiempos esta persona del Buen Pastor los impresionó hondamente.
¿De dónde viene este anhelo escondido, esta simpatía entre el Buen Pastor y nosotros? Creo que es porque su rostro nos promete cariño y entrega, protección y seguridad. Porque muchas veces nos sentimos solos, desamparados, solitarios. Porque frecuentemente nos sentimos como ovejas perdidas. El peso de nuestras debilidades, de nuestros sufrimientos, de nuestras limitaciones nos da pena y nos mortifican.
Queremos estar con Jesús, nuestro Pastor, que nos vigila, dirige y nos busca, que conoce a cada uno de nosotros por su nombre, nos llama y, si llega el caso, arriesga su vida por defendernos del enemigo.
Pastor: soledad e incomprensión. La vida de Jesús fue un gran sacrificio por su misión: un sacrificio de soledad y de incomprensión por los demás. Ni siquiera su Madre lo comprende siempre, si pensamos en el episodio cuando tenía doce años: “¿No sabíais que yo debo ocuparme en los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).
También la conducta de los apóstoles frente a Él, muestra que no tienen comprensión para con su persona ni para con su misión. Así, un día, Jesús les dice a ellos: “Llevo tanto tiempo con vosotros, y no me habéis conocido”. Y mucho menos que sus discípulos, lo entiende el pueblo.
De modo que Jesús queda, en el fondo, solo con su misión. Y el colmo de su soledad se realiza en su sacrificio en la cruz. Él es realmente el Buen Pastor “que arriesga su vida por sus ovejas”; que la entrega por amor a los suyos. Sólo el mayor sacrificio le basta para manifestar su amor infinito.
Esta es una de las leyes del Reino de Dios: ¡Si quieres ser amado, ama! Si quieres ser amado por los demás, entonces tienes que mostrarles tu propio amor, sacrificándote por ellos. Y Dios emplea esta ley de un modo singularmente hermoso y profundamente eficaz. Él quiere nuestro amor, y por eso nos ama con un amor palpable, desbordante.
Sentirnos amados… el inicio de la santidad. Todos los santos comenzaron a escalar las cumbres de la santidad, cuando se sintieron objeto del amor eterno e infinito de Dios. Cuando me creo y siento amado por Dios, entonces se despierta en mí la respuesta del amor. Mientras estamos convencidos de que hay alguien que nos ama, nuestro amor está asegurado.
Pase lo que pase, jamás debe abandonarnos la profunda convicción: Él me ama. Y si nos preguntamos, por qué somos tan poco inflamados para Dios y para lo divino, pues ya sabemos la respuesta: no sentimos ni comprendemos ese amor abundante de Dios. Vivimos como si Jesús no hubiera muerto en la cruz por nosotros.
Hemos de acompañar en la oración a nuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, para que sean verdaderos pastores de las almas, llenos de amor desinteresado, reflejos auténticos de Jesucristo, nuestro Buen y Eterno Pastor. NS
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