Me viene a la cabeza este comentario
porque el domingo 6 de noviembre de 2022 se ha celebrado en Roma, en el marco
del año de la misericordia, el jubileo de los presos. Allí se reunieron más de 4.000
personas, entre presos, familiares, policías, funcionarios de prisiones y, por
supuesto, capellanes y católicos comprometidos con el apoyo a los presos en los
centros penitenciarios.
Cristo, que es modelo para todo
hombre, también en su pasión saboreó el dolor del desprecio y el abandono de la
cárcel, la burla e incluso la tortura. Y, todo
hay que decirlo, en ese mundo, la Iglesia también acompaña a esos hombres y
mujeres que sufren.
Pobres
entre los pobres
Los presos son el colectivo más
despreciado de la sociedad. Sobre ellos cae una losa infinitamente pesada, y en
ocasiones injusta, que supone ser apartado de la sociedad. Soportan un juicio
civil y humano sobre unos hechos que Dios, el único que conoce lo que hay en el
corazón del hombre, quién sabe si aceptaría o no el veredicto. Por eso, en el
año de la Misericordia, los presos son los que más necesitan este gesto de
cercanía. Muchos llegan a la prisión ya arrepentidos, otros como corderos
llevados al matadero se echan a perder aún más de lo que ya estaban por culpa del
ambiente y los compañeros.
En medio de ese mundo oscuro y
desconocido, del que todos volteamos el rostro para no querer saber nada,
trabajan apostólicamente un inmenso batallón, de sacerdotes, religiosas y
religiosos, además de seglares comprometidos con su
redención humana y espiritual. Vale la pena recordar que no es algo nuevo en la
Iglesia. Por poner un ejemplo, ya en el siglo XII san Pedro Nolasco fundaba la
orden de los Mercedarios dedicada a la redención de cautivos, y todavía hoy
siguen prestando un servicio impagable.
En México, sin ir más lejos, tenemos
el conocido caso del P. Trampitas y el de tantos otros que, como él, son un
faro de esperanza en un mundo de tanto dolor.
El
corazón del hombre
El Papa explicaba a los presos que “no existe lugar en nuestro
corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios”, y que ellos también están
llamados a “dar fruto, no obstante el mal que hemos cometido”. Y aclara: “Una cosa es lo que merecemos
por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el ‘respiro’ de la esperanza,
que no puede ser sofocado por nada ni nadie”. Es más, el Papa
reclama para los presos el perdón, entre otras cosas, porque “ante Dios nadie
puede considerarse justo”, pero lo que sí es claro es que “nadie puede vivir
sin la certeza de encontrar el perdón”, como el que obtuvo el ladrón
arrepentido, crucificado junto a Jesús y que en ese momento alcanzó el paraíso.
La
historia está por escribirse
Por la esperanza y por la necesidad
del perdón, también el Papa dice algo que es fundamental para los presos: “La
historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con
la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal”. Cambiar es posible,
porque nadie debe quedar encerrado “en el pasado”.
Pero de las palabras del Papa, me
quedó una idea que me parece fundamental: la de ‘cierta hipocresía’ que lleva a
ver que el único camino para quien cometió un delito es la cárcel, sin pensar
en la posibilidad de ayudar a cambiar de vida, sin la posibilidad de encontrar
una regeneración para su vida. Se trata, una vez más, en palabras de este Papa,
de la cultura del descarte: aquello que me perturba lo elimino: un anciano, un
bebé por nacer o, como en este caso, un preso.
Siguen faltando miles y miles de
operarios para ir a trabajar a las cárceles, pero en esa realidad, la Iglesia
trabaja por generar esperanza y dignidad. Las cárceles y sus presos son una oportunidad para
que el cristiano pueda dar lo mejor de sí mismo y vivir esa obra de
misericordia de ‘visitar a los presos’, y de la cual también algún día se nos
pedirán cuentas. FdeN
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