Situados
este domingo frente al misterio de la Santísima Trinidad necesitamos adorar,
alabar y bendecir al Señor para que, inflamándonos de amor al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo, progresemos en el conocimiento de Dios Uno y Trino.
En
su infinita misericordia el Señor ha corrido el velo y se ha ido manifestando a
los hombres; lo que veíamos veladamente ahora lo vemos con entera claridad, a
través de Jesucristo, Hijo del Padre. Por su parte, la Iglesia, asistida por el
Espíritu Santo, ha venido desarrollando una reflexión teológica tan profunda y
apasionante que nos lleva no solo a la profesión de fe, sino también a la
confesión de amor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Lo
que nos lleva a la alabanza, a la contemplación y a la acción de gracias es el
reconocimiento y la constatación de todo lo que el amor de Dios ha hecho por
nosotros. Por eso, antes de nuestra profesión de fe nos conmueve la profesión
de fe y la confesión de amor de Dios hacia nosotros.
El
Padre llega a exclamar: “Yo soy para Israel un padre… ¿No es mi hijo predilecto,
mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por
eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura” (Jer 31, 9. 20).
Y
en Oseas encontramos otra maravillosa confesión de amor de Dios: “Cuando Israel
era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo… Yo le enseñé a caminar,
tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los
atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien
alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer… Mi
corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas” (Os 11, 1. 3-4. 8).
Cuando
el Señor se digna acercarse a nosotros y se presenta como un Dios compasivo,
paciente, clemente, misericordioso y fiel, nuestro corazón se siente conmovido
para responder, como Moisés: “Si de veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate
venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona
nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya”.
El
Hijo, por su parte, revela y encarna este amor incondicional del Padre, no solo
con su palabra, sino también con la entrega amorosa de su propia vida: “Tanto
amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él” (Jn 3, 16-17).
El
Señor Jesús, finalmente, habla del Espíritu Santo como el Consolador, cuya
acción nos hará comprender el alcance de su palabra: “Les enseñará todas las
cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho” (Jn 14, 26). El Espíritu Santo nos ayuda a descubrir la presencia
secreta y eficaz del Señor, en medio de la dureza de los acontecimientos. De
esta forma, el Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino
que también da la fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en
ella.
Los
santos y doctores de la Iglesia han intentado utilizar algunas imágenes para
explicar este misterio de la fe -aún con la limitación de estas imágenes para
comprender la inmensidad de la Santísima Trinidad-, como la hoja de Trébol de
San Patricio. Sin embargo, imágenes como ésta nos hacen admirar y percibir la
excelencia de este misterio, aunque como todas las realidades humanas y
materiales no puedan agotar todo su significado.
San
Efrén el Sirio explicaba de esta forma el misterio de la Santísima Trinidad:
“Un ejemplo del Padre lo tienes en el Sol; del Hijo, en su resplandor, y del
Espíritu Santo, en su calor. Y, sin embargo, todo es una misma cosa. ¿Quién
quiere explicar lo incomprensible?”.
Aún
con todo lo que podamos decir y reflexionar sobre la Santísima Trinidad
queremos sobre todo ser cobijados en este misterio de amor para que a la
profesión de fe también agreguemos la confesión de amor. Como dice el Cardenal
Raniero Cantalamessa: “Los cristianos creen que Dios es trino ¡porque creen que
Dios es amor! Si Dios es amor debe amar a alguien. No existe un amor al vacío,
sin dirigirlo a nadie”.
El
Espíritu Santo, que hemos recibido en Pentecostés, nos ayudará no solo a
entender, sino admirar el misterio de la Santísima Trinidad y nos llevará a la
alabanza y la acción de gracias por la presencia real de Jesucristo en el
sacramento de la eucaristía, como celebraremos en la fiesta de Corpus Christi
del próximo jueves. JCPW
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