Ir
al cielo no es llegar a un lugar, sino entrar para siempre en el Misterio del
amor de Dios. Por fin, Dios ya no será alguien oculto e inaccesible. Aunque nos
parezca increíble, podremos conocer, tocar, gustar y disfrutar de su ser más
íntimo, de su verdad más honda, de su bondad y belleza infinitas. Dios nos
enamorará para siempre.
Esta
comunión con Dios no será una experiencia individual. Jesús resucitado nos
acompañará. Nadie va al Padre si no es por medio de Cristo. «En él habita toda
la plenitud de la divinidad corporalmente» (Colosenses
2,9). Solo conociendo y disfrutando del misterio encerrado en Cristo
penetraremos en el misterio insondable de Dios. Cristo será nuestro «cielo».
Viéndole a él «veremos» a Dios.
No
será Cristo el único mediador de nuestra felicidad eterna. Encendidos por el
amor de Dios, cada uno de nosotros nos convertiremos a nuestra manera en
«cielo» para los demás. Desde nuestra limitación y finitud tocaremos el
Misterio infinito de Dios saboreándolo en sus criaturas. Gozaremos de su amor
insondable gustándolo en el amor humano. El gozo de Dios se nos regalará
encarnado en el placer humano.
El
teólogo húngaro Ladislaus Boros trata de sugerir esta experiencia
indescriptible: «Sentiremos el calor, experimentaremos el esplendor, la
vitalidad, la riqueza desbordante de la persona que hoy amamos, con la que
disfrutamos y por la que agradecemos a Dios. Todo su ser, la hondura de su alma,
la grandeza de su corazón, la creatividad, la amplitud, la excitación de su
reacción amorosa nos serán regalados».
Qué
plenitud alcanzará en Dios la ternura, la comunión y el gozo del amor y la
amistad que hemos conocido aquí. Con qué intensidad nos amaremos entonces
quienes nos amamos ya tanto en la tierra. Pocas experiencias nos permiten
pregustar mejor el destino último al que somos atraídos por Dios. JAP
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