Por el camino de Emaús dos de los seguidores de Cristo regresan a su pueblo. Emaús es una pequeña aldea de Judea, dista unos once o doce kilómetros de Jerusalén. Está atardeciendo. Van llenos de amargura y decepción. Saben que Cristo, el Maestro ha muerto. Han oído algo que han dicho unas mujeres de su Comunidad pero no quieren prestar oídos; piensan: si hubiera resucitado lo hubiéramos visto.
María Magdalena con su amor vivo y esperanzado lo ha visto ya, ellos tendrán que “calentar el corazón” como nos dice San Lucas.
Mientras ellos van conversando de todo lo sucedido, un caminante se les ha unido y les va hablando con voz cálida y persuasiva: - “Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas ¿no era preciso que Cristo padeciera eso y entrara así en la gloria? Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó todo lo que había sobre él en todas las escrituras” Lucas 24, 25-27.
Lo oían y estaban embelesados pero no lo reconocían. Como nos dice Evely: - “Jesús no se impone, aunque se proponga siempre así mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como obrar cual si no lo hubiésemos encontrado, como si no lo hubiésemos oído, como si no lo hubiésemos reconocido!” No queremos saber que camina en nuestro mismo camino y siempre junto a nosotros. No vaya a ser que sus palabras y su mirada nos hagan sus prisioneros.
Pero hay veces que es una enfermedad, un accidente, una pena, un momento especial en nuestras vidas que hacen que lo veamos, que la venda caiga de nuestros ojos, y ahí está, frente a nosotros, junto a nosotros, es El, “sus manos están partiendo el pan” y la gracia se hace viva en nuestros corazones.
Y los apóstoles que están cenando con el caminante, al reconocerlo se levantan, corren y regresan a Jerusalén. No guardan para sí su alegría, tienen que comunicarla y repartirla. Así nosotros, si el compañero de nuestro diario vivir es Jesús, no podemos esconder ni guardar para nosotros solos esa gran verdad, hemos de proclamarla para que todos los hombres estemos conscientes de esa maravillosa compañía.
El sabe lo testarudos que somos lo difícil que le es al hombre creer en lo que no ve. Más aún, en lo que no palpa. Y cuando se vuelve a aparecer al resto de los apóstoles adivina sus pensamientos y les dice: -“¿Por qué os turbáis y por qué sube a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies. Si soy yo. Palpadme y ved, los espíritus no tienen carne y huesos como veis que tengo yo” Lc, 24, 38-43. Y les va mostrando sus manos donde están sus heridas aún abiertas. Abre su túnica y ven su carne rota por larga y profunda herida, allí donde late el corazón. No hay misterios ni fantasías. Es El, y con una sonrisa tierna les dice: -¿Tenéis algo de comer?
Tomás no estaba con ellos en ese grandioso momento. Sobre esto Evely nos comenta: -Tomás es un auténtico hombre moderno, un existencialista que no cree más que en lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro. Y cuando Jesús le dice: -Tomás trae tu dedo y mételo en las llagas de mis manos, trae tu mano y métela en mi costado Jn 2O:27. Tomás toca, palpa y deslumbrado y aplastado, cae de rodillas y dice: -Señor mío y Dios mío. Y Jesús responde ante esta bellísima oración: -Tomás porque has visto has creído, dichosos los que han creído sin ver.
No nos empeñemos en “tocar y ver”. Amémosle, que es mucho más sólido nuestro amor que nuestras manos. La humildad y profundidad de nuestra fe hará que haya una llama ardiente en nuestro corazón porque sabemos, porque creemos que Cristo es el compañero fiel en todos los instantes de nuestra vida. MEdeA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario