Nos inquietan, justamente, los efectos que producen en el clima, en las plantas, en los animales y en nosotros mismos, los miles de gases que salen todos los días de nuestras fábricas. Nos preocupan las consecuencias a corto y largo plazo de los humos que desprenden nuestros coches, camiones o motocicletas.
Pero a veces ponemos poca atención a otras sustancias que se venden y se compran en el mercado, incluso en farmacias “para la salud”, y que pueden implicar consecuencias dañinas para la vida de quienes las consumen.
Curiosamente, entre esas sustancias se han difundido y se siguen difundiendo todo tipo de preparados químicos y hormonales que buscan, simple y sencillamente, evitar que nazcan niños. El mecanismo es sencillo: las mujeres tienen un ciclo hormonal que prepara el propio cuerpo para que, si hay relaciones sexuales, pueda ser concebido un niño. Entonces, si queremos que no nazca un niño, intervenimos sobre este ciclo y sobre partes del cuerpo femenino, y así evitamos el “problema”, un embarazo no deseado.
Al hacer uso de estos instrumentos “médicos” no nos damos cuenta de que vamos contra dos leyes elementales de la biología, que tienen una clara importancia ecológica. La primera: el que haya un embarazo, el que nazca un ser humano, no es algo “malo” a evitar a cualquier precio, sino que es la ley esencial según la cual hemos nacido cada uno de nosotros, y según la cual nacerán hombres y mujeres mientras respetemos los mecanismos que nos han permitido vivir en la tierra durante varios miles de años.
Por lo mismo, frente a la mentalidad que lleva a algunos a ver el embarazo y el nacimiento sucesivo de un ser humano como una especie de amenaza o como un peligro, habría que volver a descubrir la verdad profunda de la sexualidad: una apertura a la vida que merece, precisamente por lo que vale cada niño, el que las relaciones sexuales se tengan sólo entre quienes se aman hasta el punto de que están dispuestos a convertirse un día en “papá” y “mamá”, es decir, entre los que viven casados con un compromiso sincero y total.
Además, al usar anticonceptivos atentamos a otra ley fundamental de la vida. Muchos grupos ecologistas protestan con pasión cuando se dan cuenta de que estamos comiendo maíz “genéticamente modificado”, es decir, maíz al que le ha sido alterado lo más profundo de sus mecanismos biológicos: su ADN, sus cromosomas. Protestan, además, cuando se dan cuenta de los peligros que tienen para la atmósfera estos o aquellos gases. Protestan cuando amenazamos la supervivencia de animales o plantas que nos gustarían fuesen nuestros compañeros de camino en los siglos o milenios que vaya a durar la vida humana en la tierra.
Pues bien, los ecologistas deberían protestar cuando metemos en la mujer (o en el hombre: quizá algún día lleguen a existir anticonceptivos químicos y hormonales para hombres) sustancias que buscan solamente que las cosas no funcionen bien, es decir, que el ciclo de las hormonas, que tiene un ritmo natural de regulación, sea alterado de un modo brutal por medio de píldoras o de otros productos farmacéuticos, para evitar el que pueda producirse un embarazo.
Actuar así implica hacer una violencia sobre el cuerpo femenino cuyas consecuencias sólo podrán ser descubiertas a largo plazo, pero que ya ahora nos permiten intuir que algo no va bien en el recurso a estos sistemas de “prevención”.
La verdad es que ya la naturaleza ha pensado, desde hace milenios, las maneras y los modos de regular los nacimientos humanos. El ciclo de fertilidad de la mujer está “organizado” de tal modo que cada mes hay pocos días potencialmente fecundos, y no siempre coinciden las relaciones sexuales entre los esposos con esos días de fecundidad.
Es por eso que se dan casos de parejas sanas fisiológicamente que no llegan a tener hijos por periodos largos de tiempo, incluso deseándolos, porque no han descubierto a fondo el ciclo femenino. Es por eso que ha habido parejas que han podido tener una abundante prole (casos de esposos con 20 hijos...) porque las relaciones coincidieron precisamente con esos días fecundos. Es por eso que otras parejas, a partir del conocimiento de las señales de fecundidad de la esposa, logran “programar”, en el máximo respeto de la mujer y de su sistema natural e integridad psicológica y hormonal, los nacimientos en los momentos mejores para todos (padres e hijos), cuando existen serios motivos para actuar de esa manera.
La defensa de los valores ecológicos no puede dejar de lado esta conquista fundamental del valor del cuerpo femenino. La fertilidad no es ni puede ser vista como una enfermedad. Iniciar el embarazo, acoger a un hijo, no es lo mismo que tener un parásito que provoca la malaria.
Por lo mismo, conviene superar una mentalidad, muchas veces contraria a la misma dignidad de la mujer y del hombre, que ha promovido el uso de los anticonceptivos, para sustituirla con otra que promueva una visión más responsable de la sexualidad humana y un mayor respeto a la esposa y al esposo en su integridad y riquezas biológicas, desde las cuales pueden llegar a ser madre y padre de nuevos seres humanos. FP
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