Pascual Fortuño Almela, Beato
Presbítero y Mártir, 08 de Septiembre
Martirologio Romano: En Villarreal de los Infantes, en la provincia de Castellón, en España, beato Pascual Fortuño Almela, presbítero de la Orden de Hermanos Menores y mártir, que fue coronado de gloria por su testimonio de Cristo (1936).
Fecha de beatificación: El 11 de marzo del año 2001, el papa Juan Pablo II beatificó a 233 mártires de la persecución religiosa en España (1936-39), uno de ellos es el Beato Pascual.
Nació el 3 de marzo de 1886 en Villarreal o Vila-Real, próspera ciudad de La Plana, provincia de Castellón y diócesis entonces de Tortosa y ahora de Segorbe-Castellón. Fue bautizado al día siguiente con el nombre de Pascual. Su infancia transcurrió en el sano ambiente de una familia piadosa y acomodada que cultivaba sus propios campos; allí aprendió las virtudes cristianas y la laboriosidad. Estudió las primeras letras en el colegio de los franciscanos de Vila-Real.
A la edad de doce años ingresó en el seminario menor franciscano de Balaguer (Lérida), perteneciente a la Provincia franciscana de Cataluña, donde comenzó el estudio de las humanidades, que terminó en el seminario menor de Benissa (Alicante), perteneciente a la Provincia franciscana de Valencia, al que se había pasado. Vistió el hábito franciscano en la casa noviciado de Santo Espíritu del Monte (Gilet-Valencia) el 18 de enero de 1905, y allí mismo hizo la profesión religiosa el 21 de enero de 1906. Cursados los estudios de filosofía y teología en el Estudiantado franciscano de Onteniente (Valencia), recibió la ordenación sacerdotal el 15 de agosto de 1913 en Teruel.
Tras su ordenación, los superiores lo destinaron al seminario menor de Benissa como educador de los benjamines de la Provincia, por quienes se desveló y de quienes se ganó el aprecio y la confianza por su entrega y sus cualidades pedagógicas. Cuatro años estuvo dedicado a este ministerio, pues en 1917 fue destinado al servicio de la Custodia de San Antonio, en Argentina, dependiente entonces de la Provincia franciscana de Valencia; durante cinco años estuvo ejerciendo con ejemplaridad el ministerio sacerdotal en la casa de Azul y en otras a las que lo destinaron los superiores.
De regreso en su patria, se dedicó de nuevo a la formación de los alumnos del seminario de Benissa. Estuvo luego en el convento de Pego y durante algún tiempo fue morador del convento de Segorbe. Ya establecida la II República en España, en 1931 fue nombrado vicario del convento-noviciado de Santo Espíritu del Monte, donde lo sorprendió la persecución religiosa de 1936.
Estimado de todos, era un franciscano ejemplar, fiel a sus deberes religiosos, y un pedagogo modelo que vivía lo que enseñaba a los otros. No obstante su carácter sanguíneo, sabía dominarse y siempre se manifestaba amable y acogedor. En los años de ejercicio del ministerio sacerdotal fue asiduo al confesonario y prudente director de almas. Como predicador de la palabra de Dios, se preparaba con esmero y tesón. Fue también director de ejercicios espirituales, y muy solicitado por las religiosas para pláticas espirituales de formación. Quienes convivieron con él destacan las virtudes morales y religiosas de que estaba adornado, así como su devoción al Santísimo Sacramento, a la Virgen María, a la práctica del vía crucis, su vida de oración, etc. Recalcan su sólida formación, su delicada conciencia y su profunda vivencia religiosa, a la vez que su afán de inculcar estas virtudes y devociones a sus alumnos con el tacto de un buen pedagogo. Según el parecer de no pocos testigos, aunque no hubiera sido mártir, debería haberse incoado su proceso de beatificación.
El 18 de julio de 1936, desencadenada en España la persecución religiosa, tuvo que dejar el monasterio de Santo Espíritu, como sus hermanos de hábito, y refugiarse en Vila-Real. Pasados los primeros días en casa de sus padres, para mayor seguridad se trasladó con su familia a una masía o casa de campo, donde permanecieron algo más de un mes. Ante la inseguridad con que incluso allí vivían, se refugió de nuevo en el pueblo, en casa de su hermana Rosario, donde más tarde fue detenido. Según refieren los testigos, era admirable la predisposición y preparación del P. Pascual para el martirio. Solía repetir, con paz y confianza: «Sea lo que Dios quiera». «Que se cumpla la voluntad de Dios». «Estemos preparados para lo que el Señor quiera de nosotros. Esto es lo único que nos interesa en la vida». Es singularmente elocuente el diálogo que mantuvo con su madre, según cuenta una sobrina del mártir: «Cuando salió del "maset" para esconderse en casa de su hermana Rosario, su anciana madre, que le quería mucho, le dice llorando: "Adiós, adiós, hijo mío, ya no te volveré a ver". A lo que el P. Pascual contesta: "No llores, madre, pues, cuando me maten, tendrás un hijo en el cielo. Tú me preguntas que a dónde voy; me voy al cielo"».
En Vila-Real, como por todas partes, irrumpió con violencia la persecución religiosa: fueron asesinados muchos sacerdotes y religiosos, quemados los templos, entre ellos el de San Pascual, y los restos del Santo, que se conservaban con gran veneración del pueblo. Según declaran los testigos, en este ambiente de odio y persecución religiosa, el P. Pascual fue detenido en casa de su hermana el día 7 de septiembre de 1936, y encarcelado en el cuartel de la Guardia Civil. Aquel mismo día, por la noche, fueron a llevarle la cena y un colchón sus hermanos Joaquín y Rosario y la sirvienta de la familia Dña. Trinidad Manzanet, últimos familiares que le vieron y pudieron hablar brevemente con él, guardando un grato recuerdo de su confianza en Dios y de su disposición para aceptar su santa voluntad. Testigo de excepción del tiempo que estuvo en la cárcel el P. Pascual y de los malos tratos que allí recibió es don Julio Pascual, que se encontraba en la misma cárcel cuando ingresó en ella nuestro mártir, y a quien el Beato hizo estas premoniciones: «A usted no le pasará nada. Yo sé positivamente a dónde voy: estoy destinado al martirio; diga a mis hermanos que voy conformado al martirio; que recen mucho por estos pobres hombres». Don Julio recordó toda su vida estas palabras y las repitió con devoción, pues se cumplió lo que el padre Pascual le había dicho. También él fue llevado al patíbulo de la muerte, del que pudo escapar y sobrevivir.
El P. Pascual Fortuño fue asesinado la madrugada del día 8 de septiembre de 1936, en la carretera entre Castellón y Benicásim. Había sido detenido la víspera. Tenía entonces 50 años de edad, 31 de hábito franciscano y 23 de sacerdocio. Refieren los testigos que, una vez conducido al lugar de su fusilamiento y cuando trataban de ejecutarlo, las balas rebotaban sobre su pecho y caían a tierra. Ante este hecho, el mártir dijo a quienes disparaban contra él: «Es inútil que disparéis; si queréis matarme, tiene que ser con un arma blanca». Por eso, le hundieron una bayoneta o machete en el pecho. Sus ejecutores quedaron muy impresionados y asustados: «Hemos hecho mal en matarlo -decían-; era un santo. Si es verdad que hay santos, éste es uno de ellos».
Su cadáver fue trasladado al cementerio de Castellón y enterrado en el suelo, en fosa individual. Ese mismo día, hechas las oportunas averiguaciones, algunos familiares del mártir y doña Trinidad Manzanet se personaron en el cementerio de Castellón, donde el enterrador les indicó el lugar en que lo había enterrado hacía poco, y les mostró sus ropas, que ellos reconocieron.
El 3 de noviembre de 1938, liberada ya Vila-Real por el ejército del general Franco, fueron exhumados y reconocidos los restos del P. Pascual y trasladados al cementerio de su pueblo natal, que les dispensó un fervoroso y popular recibimiento, siendo depositados en el panteón de los franciscanos. En agosto de 1967, introducida su causa de beatificación, los restos del mártir fueron trasladados a la iglesia de los franciscanos de la misma ciudad.
El P. Llorens, cronista de la Provincia franciscana de Valencia, dice de nuestro Beato: «Esta vida, más angélica que humana, tuvo en el martirio su coronación más completa. Fue como broche de oro que el seráfico Padre quiso poner a aquella existencia que mereció ver los días de Rivotorto y la Porciúncula, en los que el Santo Padre y Fundador amaestraba a sus hijos en la práctica de la humildad, sencillez, abnegación y amor de Dios».
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