— ¿Y qué opinas sobre la pretensión de la Iglesia de que se enseñe religión cristiana como una asignatura más en los currículos escolares? ¿No es contradictorio que haya una asignatura confesional en un Estado aconfesional?
Si esa asignatura se elige libremente, pienso que es una pretensión muy razonable, y muy respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Caben muchas soluciones, como elegir entre esas clases u otras alternativas de ética, o de historia de las religiones, etc.
“La religión -afirma Juan Manuel de Prada-, además de una elección trascendente, es una rama esencial del conocimiento, puesto que sobre ella se fundamenta nuestra genealogía cultural. Para entender cabalmente los tercetos encadenados de Dante hace falta tener una cultura religiosa; para hacer inteligible a Tiziano hace falta una cultura religiosa; para disfrutar de la música de Bach hace falta una cultura religiosa. Y, puesto que no estamos hablando de nimiedades, se impone que esa transmisión cultural sea evaluable; no creo que haya asuntos mucho más importantes que hacer partícipes a nuestros hijos de este riquísimo legado. Considero, pues, inobjetable la existencia de una disciplina que exija unos conocimientos básicos e irrenunciables sobre el fenómeno religioso. Los hombres de mañana no pueden crecer desgajados de su genealogía espiritual y cultural, como si esa herencia incalculable fuese algo inerte; si desterrásemos de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, estaríamos condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Y, como católico, deseo que mis hijos reciban una educación acorde con los principios en los que creo. Puesto que la religión católica es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias, puesto que constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura y nuestra moral, quiero que mis hijos sean instruidos en sus misterios. Quiero que sepan que hubo un hombre entreverado de Dios que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana, que dignificó el sufrimiento inmolándose en una cruz. Quiero que ese hombre entreverado de Dios sea la piedra angular de su formación; a nadie perjudico con esta elección y a nadie se la impongo”.
El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos. Cuando algunos “progresistas” desean que se imponga a todos de una educación materialista, y quieren prohibir la enseñanza de la religión en la escuela, habría que recordarles que no es lícito invocar la libertad para imponer a través del sistema público de enseñanza una concepción materialista y atea de la vida. Sin la dimensión religiosa, queda amputada la visión integral de la realidad.
Solo desde el cristianismo -recalca José Ramón Ayllón- es posible entender a Lutero y a Erasmo, a Miguel Ángel y a Bernini, a Felipe II y a Enrique VIII, a Dante y a Jorge Manrique, a Lope de Vega y a Quevedo. Gracias a la asignatura de religión han entendido aspectos fundamentales de la historia de Europa: una larga historia que pasa por el Camino de Santiago, por las catedrales románicas y góticas, por la pintura barroca, por el Réquiem de Mozart, la Pasión de Bach y el Mesías de Haendel, y también por la fundación episcopal o papal de las universidades.
La religión tiene un efecto saludable sobre la personalidad de quienes la estudian. En realidad, no podría ser de otro modo. Porque Jesucristo, el más atractivo y exigente de los modelos que registra la historia humana, contagia generosidad y compasión, comprensión y amor, justicia y responsabilidad, limpieza de pensamiento y de vida, sentido de la vida y de la muerte, alegría y esperanza inquebrantable.
Ya sé que el cristianismo no es una ética, pero la revolución religiosa que origina tiene, como gran efecto secundario, una extraordinaria revolución ética. Y esa nueva interpretación de la condición humana, unida al orden jurídico romano y al orden mental griego, da lugar a la civilización occidental. Jesucristo llama bienaventurados a los pobres de espíritu, que se saben nada delante de Dios. A los mansos, que no se dejan arrastrar por la ira y el odio. A los que lloran los pecados propios y ajenos. A los que tienen hambre y sed de justicia, y desean con todas sus fuerzas el triunfo del bien. A los que son compasivos y misericordiosos. A los de corazón limpio. A los que promueven la paz a su alrededor.
Así se resume la ética cristiana. Cristo la presenta en toda su exigencia y radicalidad, afirmando que exige hacerse violencia, pero señalando al mismo tiempo que vale la pena contarse entre los esforzados que lo intentan. En la historia de la humanidad, las bienaventuranzas constituyen un cambio radical en las usuales valoraciones humanas, al poner los bienes del espíritu muy por encima de los bienes materiales. Sanos y enfermos, poderosos y débiles, ricos y pobres, torpes e inteligentes, todos son valorados por Dios al margen de esas circunstancias accidentales. Y eso tiene un enorme valor educativo, en medio de un mundo consagrado al pragmatismo del éxito.
“Además de su indudable valor cultural, la religión se diferencia de las demás asignaturas al ofrecernos este plus de sentido. Por eso, discutir su presencia en las aulas me parece tan pintoresco como discutir las matemáticas o la lengua”.
— ¿Y qué dices sobre los peligros de los fundamentalismos religiosos?
Algunas personas dicen que como la religión presenta en algunos casos síntomas fundamentalistas, lo mejor es suprimir la religión como cosa de fanáticos.
No se dan cuenta -señala Ignacio Sánchez Cámara- de que con tan extravagante razonamiento habría que prohibir, entre otras cosas, el fútbol y la política. Tan perspicaces para percibir los desmanes del fanatismo religioso, son incapaces de comprender la potencia humanizadora de la religión, lo que a ella deben las grandes creaciones del espíritu humano, la íntima relación entre arte y trascendencia. Este “fundamentalismo irreligioso”, que sufre convulsiones y mareos con solo recordar la Edad Media y que suele despacharla con las simplezas al uso y las loas a una modernidad tergiversada, no acepta la enseñanza de la religión en los centros públicos. No les basta que exista una opción confesional y otra no confesional. Lo que quieren es la supresión de toda referencia religiosa en los centros públicos, el anatema sobre toda religión, reducida a la condición de patología del espíritu. Son los mismos que ríen y aplauden las blasfemias y las burlas públicas a las creencias religiosas y al sentimiento de lo sagrado y se indignan y braman con gesto plañidero si un jefe de Estado o de Gobierno reza en público. Es una vez más la tolerancia de ida pero sin vuelta, unidireccional. Ni siquiera les basta con poner al mismo nivel la piedad y la burla antirreligiosa. Hay que tolerar todo menos la expresión pública de lo trascendente. AA
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