Texto del Evangelio (Jn 13,16-20): Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús
les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el
enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís.
No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que
cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo
digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo
Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y
quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado».
«Después de lavar los
pies a sus discípulos...»
Comentario: Rev. D. David COMPTE i
Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
Hoy, como en aquellos films que
comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que
pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído
desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan
sólo, en tres ideas.
En primer lugar, la centralidad
de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor
de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas
como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el
Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el
otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de
comunión, donde el otro —en expresión de San Juan Pablo II— llega a ser
“alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”.
Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los
demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?
En la sociedad de la imagen y
de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a
cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una
explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos,
pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada
constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas
personas.
Finalmente, un toque de alerta:
«El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor
nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay
que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo
recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).
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