¿Felicidad
no significa confiar en un ‘final feliz’?
Como
el mundo no puede vivir sin cristianismo —tan fuertes son las consecuencias
históricas de la realidad del Verbo hecho hombre—, en muchas épocas una parte
de ese mundo se ha dedicado a denigrarlo: literalmente, a pintarlo de tintes
oscuros, negros. Los hombres de talante dionisíaco, según la terminología de
Nietzsche, han acusado al cristianismo de predicar la muerte, la renuncia, la
tristeza, el abandono del mundo. Y, al contrario, cuando por cualquier motivo
la historia entra en una época de desesperanza, el optimismo resulta molesto:
¿Por qué son felices esos cristianos, por qué no dudan siempre, por qué no la
angustia perpetua? ¿No será frivolidad, superficialidad ese confiar en un final
feliz? Tenemos así que, como casi era de esperar, el cristiano ha sido tachado
de triste y de alegre, de sombrío y de descaradamente luminoso, de derrotista y
de triunfalista. ¿Que el canto sagrado se hace complejo, polifónico, rico? «Se
ha perdido la primitiva austeridad.» ¿Que se vuelve sobrio? «Son cantos de
muerte y no de vida.»
Las
paradojas del cristianismo
Cuando
suceden estos ataques simultáneos y contrarios, se puede decir que los que
acusan no han entendido el «escándalo» y la «locura» cristianos. Chesterton
escribía en Enormes minucias: «El verdadero resultado de toda experiencia y el
verdadero fundamento de toda religión es éste: que las cuatro o cinco verdades
cuyo conocimiento es más prácticamente esencial para el hombre pertenecen todas
ellas a la categoría que la gente denomina paradoja». También la alegría del
cristiano se expresa en paradojas. Paradójico es que Cristo aconseje, cuando se
ayune, estar alegre, perfumarse, mostrarse lejos de cualquier tristeza.
Naturalmente, un ayunador alegre puede verse expuesto fácilmente a la acusación
de hipocresía. Pero es el acusador el que no habrá entendido la paradoja.
Conviene
dar siempre una oportunidad al que ataca. Conviene siempre intentar entender el
motivo de la acusación. Puede pensarse, por eso, que el hombre inteligente ama
la complejidad, porque casi nada está escrito de un solo color o trazado con
ausencia de matices. Pregonar con voz estentórea que «todo es sencillo» molesta
a los temperamentos que temen que lo diáfano se convierta en velo de la
superficialidad. Así, ante la afirmación «el cristiano es alegre», se notarán
gestos de insatisfacción: no puede ser tan sencillo.
Y
no lo es. El hecho de que el cristianismo haya sido atacado desde flancos
diversos y opuestos demuestra, al menos, que la realidad cristiana es difícil
de abarcar en una sola mirada. Sencillo no es lo mismo que simple. Dar
sencillez no es simplificar: sencillo es lo que no se oculta, pero eso que no
se oculta puede ser una realidad compleja. Precisamente eso ocurre en el
cristianismo. Y en la alegría del cristiano de forma singular.
El
gaudium
La
palabra clásica para alegría es gozo, el gaudium de los latinos. Gaudium
traduce prácticamente siempre, en la Vulgata, el xáQtg griego, y este término
griego sirve también para regalo, premio, limosna y gracia. Gracia es lo que se
obtiene sin esfuerzo por parte del que lo recibe; por eso, dar gracias o dar
las gracias es reconocer esa gratuidad. El gozo, la alegría, es el resultado de
poseer un bien, y precisamente un bien grande, que sólo gratuitamente puede
recibirse. Entre todos estos bienes, hay uno de calidad superior, el amor. El
arquetipo del bien gratuitamente recibido es el amor. Por eso el enamorado, si
ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso
también en los niños se da la alegría de una manera particular: porque su vida
es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los padres,
pero también de casi todos, que miran con benevolencia a los niños.
Dar
las gracias
Camino,
alimentado en la raíz cristiana, no podría estar lejos de esta trama rica de la
alegría. En el punto 268 puede leerse: «Dale gracias por todo, porque todo es
bueno.» Éste me parece el texto fundamental sobre la alegría. De este dar
gracias por todo se obtiene un gozo grande, como gusta decir el Evangelio: los
ángeles anuncian, en el Nacimiento de Cristo, un gozo grande (Lc 2, 10); los discípulos, confortados
por la bendición de Cristo, que ha vuelto con el Padre, experimentan un gozo
grande (Lc 24, 50-52).
Pedir
ayuda
Por
todo esto el cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del
cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y
lo Óptimo es Dios. Por eso no puede ser cristiano un talante desesperado
definitivamente. Pensar que todo está tan mal, que el corazón humano está tan
corrompido que «ni Dios puede salvarlo» es sólo una forma de la soberbia, es
decir, de la mítica adoración al propio yo. Un reflejo de esa soberbia se da
también en las relaciones humanas: el triste crónico es alguien que no se deja
ayudar, que le parece que su «complejidad» es tal que nadie podrá nunca
resolverla. Y, al contrario: nada más placentero que el carácter de la persona
que se deja ayudar, no servilmente sino llanamente: «Mira, esto no lo sé,
enséñamelo tú».
En
forma de Cruz
Por
otro lado, lo que han intuido más o menos oscuramente pensadores como
Kierkegaard o Unamuno, y todos aquellos que de una forma o de otra han hablado
del «sentimiento trágico de la vida», es que, en esta historia, en este tiempo,
la alegría del hombre no puede nunca ser completa. El gozo es consecuencia de
la obtención de un bien; de un bien, además, gratuito, dado por pura
liberalidad. Pero en la historia no hay, para ser gozado, ningún bien eterno
(entre las creaciones de los hombres o los bienes de la naturaleza); y el único
bien eterno, Dios, no puede ser «visto» ni, por tanto, gozado completamente en
esta vida. Nos estamos acercando a la paradoja, una vez más. Y en este caso la
paradoja fue señalada muchas veces por Mons. Escrivá de Balaguer con la frase
«la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz».
Para
llegar a entender mejor esto hay que unir algunas ideas que ya han aparecido.
Por ejemplo, la conexión entre alegría e infancia. No tiene nada de extraño,
ahora, que en Camino la raíz de la alegría esté en ese saberse hijos de Dios,
conectado con los dos capítulos en los que se trata de la «infancia
espiritual». Es posible leer el punto 659 a la luz del 860. «La alegría que
debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino
otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos
amorosos de nuestro Padre-Dios». «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un
niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño,
eres hijo de Dios. —No lo olvides».
En
Camino, la alegría está conectada con la aceptación de la voluntad de Dios,
pero no con una fría pasividad. Esa voluntad es la de un Padre, y ya se sabe
hasta qué punto, en cierto modo, en la medida de lo bueno para el hijo, el
padre más que a mandar se siente inclinado a complacer. En la medida de lo
bueno para el hijo: ésta es la clave. El hombre se siente continuamente
inclinado a fabricarse un mundo sólo a su gusto, el ámbito gris del egoísmo.
Por eso no consigue darse cuenta del verdadero estatuto de la alegría en esta
tierra, ese que en Camino queda reflejado con trazos claros: «La alegría de los
pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto
de amargura. —¿Qué creías? —Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida» (n. 203). Y, desde otro punto de vista,
la penitencia es «alegría, aunque trabajosa» (n. 548). Por eso hay que recibir la tribulación con entereza: «Si
recibes la tribulación con ánimo encogido pierdes la alegría y la paz (...)» (n. 696).
Poco
a poco va apareciendo la íntima e inseparable relación entre la alegría y la
Cruz, sobre todo teniendo en cuenta que en otras obras de Mons. Escrivá de
Balaguer se señala, con profundidad teológica, la conveniencia de dejar el
término Cruz para la única Cruz, la de Cristo. Este tema se anuncia en muchos
textos de Camino: «Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que
pone el incremento. —¿Salen mal? —Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace
participar de su dulce Cruz» (n. 658).
Para alcanzar quizá su punto más alto en el capítulo La voluntad de Dios: «La
aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz:
la felicidad en la Cruz. —Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que
su carga no es pesada» (n. 758). ¿Por
qué? Porque el primero que acepta hasta el fondo la Voluntad del Padre es
Cristo, y esa aceptación le lleva a la muerte y muerte de Cruz. Él, el Hijo, el
Verbo. Por tanto, el cristiano, hijo de Dios en el Hijo de Dios, necesita pasar
por la Cruz para darse cuenta de las raíces de la alegría; entonces se advierte
que el yugo no es yugo, que la carga no es carga, sin dejar de ser carga y
yugo. Y necesariamente hemos de recordar de nuevo la fuerza de la paradoja.
Como
no es posible mantener simultáneamente todos los hilos de la visión cristiana
de la vida, al referirnos antes a la conexión filiación divina-Cruz no se hacía
referencia a otra realidad inseparable: el amor. Sólo el amor hace posible la
aceptación de la Cruz. Como escribe Santa Teresa en las Fundaciones: «Esta
fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por
contentar a quien amamos.» Es la antigua experiencia humana, que no tiene por
qué cambiar en el amor divino. Monseñor Escrivá de Balaguer gustaba de aquella
canción de Juan del Enzina, que suena: «más vale trocar/ placer por dolores/
que estar sin amores». El amor no está nunca tranquilo, porque el corazón
vigila siempre, según se lee en el Cantar de los Cantares, al que Fray Luis de
León hacía esta bella glosa: «Es el cuidado de amor tan grande y está tan en
vela en lo que desea, que de mil pasos lo siente, entre sueños lo oye y tras
los muros lo ve».
El
amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor divino.
Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la alegría del
enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los dolores, en la
inquietud, en la continua vigilancia. Se trata, por tanto, de una alegría
lejana a la superficialidad, de un contento que nada tiene que ver con la
frivolidad; es un gozo sentido, un cuidado en el que se realiza la persona.
Ahora
se ve mejor, quizá, por qué una presentación triste del cristianismo es falsear
la realidad sobrenatural de la fe. «La verdadera virtud no es triste y
antipática, sino amablemente alegre» (n.
657), es decir, con la alegría que viene de amar, porque sólo es amable el
que ama. En otro lugar del libro se habla de los ojos «del mirar amabilísimo»
de Cristo. Por eso se entiende lo siguiente: «Caras largas..., modales
bruscos..., facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás
a seguir a Cristo?» (n. 661). 0 en
otro lugar: «No estés triste. —Ten una visión más... ‘nuestra’ —más cristiana—
de las cosas» (n. 664).
Camino,
como todos los grandes libros de espiritualidad que han glosado la realidad
cristiana, no se deja enmarcar en la fácil dicotomía optimismo-pesimismo, en
las simplificaciones del «mejor de los mundos posibles» (Leibniz) o «el peor de los mundos posibles» (Schopenhauer). En este mundo se ha dado y se da, con extraña
eficacia, el pecado, la ofensa a Dios que se traduce en una despiadada
utilización de las criaturas. Pero el pecado no es lo último, ni lo definitivo.
Lo último es por la Cruz, la Resurrección; el supremo dolor redentor que da
paso a la alegría, ahora como anuncio, después como perfecta posesión. El
trabajo de la Cruz es una victoria, laboriosa victoria que se continúa a lo
largo de la historia, en el claroscuro de la libertad humana, que es el mismo
claroscuro de la alegría. RGP
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