No hay velas ni incienso. Solo una lámpara vieja y el silencio de la noche.
La ciudad sigue viva allá afuera, pero aquí dentro, una familia decide detener
el mundo por un momento.
No rezan con palabras complicadas. No siguen un guion perfecto. Solo se
toman de las manos, cierran los ojos y se acuerdan de Aquel que los ha
sostenido un día más.
Cristo está ahí. No como espectador, sino como parte de ese círculo. Sonríe
mientras escucha las voces entrecortadas, las peticiones sinceras, los
silencios que dicen más que mil oraciones.
Y cuando apagan la luz, no se apaga la esperanza. Porque una familia que
reza unida no necesita tenerlo todo… le basta con saber que Dios no se ha ido. RM
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