Texto del Evangelio (Mt 12,46-50): En aquel tiempo, mientras Jesús estaba hablando a
la muchedumbre, su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de
hablar con Él. Alguien le dijo: «¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos
que desean hablarte». Pero Él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre
y quiénes son mis hermanos?». Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos,
dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad
de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
«El que cumpla la
voluntad de mi Padre celestial, ése es (...) mi madre»
Comentario: + P. Pere SUÑER i Puig SJ
(Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio se nos
presenta, de entrada, sorprendente: «¿Quién es mi madre?» (Mt 12,48), se pregunta Jesús. Parece que el Señor tenga una
actitud despectiva hacia María. No es así. Lo que Jesús quiere dejar claro aquí
es que ante sus ojos —¡ojos de Dios!— el valor decisivo de la persona no reside
en el hecho de la carne y de la sangre, sino en la disposición espiritual de
acogida de la voluntad de Dios: «Extendiendo su mano hacia sus discípulos,
dijo: ‘Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad
de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre’» (Mt 12,49-50). En aquel momento, la
voluntad de Dios era que Él evangelizara a quienes les estaban escuchando y que
éstos le escucharan. Eso pasaba por delante de cualquier otro valor, por
entrañable que fuera. Para hacer la voluntad del Padre, Jesucristo había dejado
a María y ahora estaba predicando lejos de casa.
Pero, ¿quién ha estado más
dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38). Por esto, san Agustín dice que María, primero acogió la palabra de
Dios en el espíritu por la obediencia, y sólo después la concibió en el seno
por la Encarnación.
Con otras palabras: Dios nos
ama en la medida de nuestra santidad. María es santísima y, por tanto, es
amadísima. Ahora bien, ser santos no es la causa de que Dios nos ame. Al revés,
porque Él nos ama, nos hace santos. El primero en amar siempre es el Señor (cf. 1 Jn 4,10). María nos lo enseña al
decir: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). A los ojos de Dios somos pequeños; pero Él quiere
engrandecernos, santificarnos.
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