Texto del Evangelio (Mt 13,36-43): En aquel tiempo, Jesús despidió a la multitud y
se fue a casa. Y se le acercaron sus discípulos diciendo: «Explícanos la
parábola de la cizaña del campo». Él respondió: «El que siembra la buena
semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los
hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró
es el Diablo; la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles.
»De la misma
manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al
fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su
Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en
el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los
justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que
oiga».
«Explícanos la parábola
de la cizaña del campo»
Comentario: Rev. D. Iñaki BALLBÉ i Turu
(Terrassa, Barcelona, España)
Hoy, mediante la parábola de la
cizaña y el trigo, la Iglesia nos invita a meditar acerca de la convivencia del
bien y del mal. El bien y el mal dentro de nuestro corazón; el bien y el mal
que vemos en los otros, el que vemos que hay en el mundo.
«Explícanos la parábola» (Mt 13,36), le piden a Jesús sus
discípulos. Y nosotros, hoy, podemos hacer el propósito de tener más cuidado de
nuestra oración personal, nuestro trato cotidiano con Dios. —Señor, le podemos
decir, explícame por qué no avanzo suficientemente en mi vida interior. Explícame
cómo puedo serte más fiel, cómo puedo buscarte en mi trabajo, o a través de
esta circunstancia que no entiendo, o no quiero. Cómo puedo ser un apóstol
cualificado. La oración es esto, pedirle ‘explicaciones’ a Dios. ¿Cómo es mi
oración?: ¿es sincera?, ¿es constante?, ¿es confiada?
Jesucristo nos invita a tener
los ojos fijos en el Cielo, nuestra casa para siempre. Frecuentemente vivimos
enloquecidos por la prisa, y casi nunca nos detenemos a pensar que un día
—lejano o no, no lo sabemos— deberemos dar cuenta a Dios de nuestra vida, de
cómo hemos hecho fructificar las cualidades que nos ha dado. Y nos dice el
Señor que al final de los tiempos habrá una tría. El Cielo nos lo hemos de
ganar en la tierra, en el día a día, sin esperar situaciones que quizá nunca
llegarán. Hemos de vivir heroicamente lo que es ordinario, lo que aparentemente
no tiene ninguna trascendencia. ¡Vivir pensando en la eternidad y ayudar a los
otros a pensar en ello!: paradójicamente, «se esfuerza para no morir el hombre
que ha de morir; y no se esfuerza para no pecar el hombre que ha de vivir
eternamente» (San Julián de Toledo).
Recogeremos lo que hayamos
sembrado. Hay que luchar por dar hoy el 100%. Y que cuando Dios nos llame a su
presencia le podamos presentar las manos llenas: de actos de fe, de esperanza,
de amor. Que se concretan en cosas muy pequeñas y en pequeños vencimientos que,
vividos diariamente, nos hacen más cristianos, más santos, más humanos.
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