Texto del Evangelio (Mt 13,1-9): En aquel tiempo, salió Jesús de casa y se sentó a
orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a Él, que hubo de subir a
sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas
cosas en parábolas. Decía: «Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar,
unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las
comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron
enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron
y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los
abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una
ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga».
«Una vez salió un
sembrador a sembrar»
Comentario: P. Julio César RAMOS González
SDB (Mendoza, Argentina)
Hoy, Jesús —en la pluma de
Mateo— comienza a introducirnos en los misterios del Reino, a través de esta
forma tan característica de presentarnos su dinámica por medio de parábolas.
La semilla es la palabra
proclamada, y el sembrador es Él mismo. Éste no busca sembrar en el mejor de
los terrenos para asegurarse la mejor de las cosechas. Él ha venido para que
todos «tengan vida y la tenga en abundancia» (Jn 10,10). Por eso, no escatima en desparramar puñados generosos
de semillas, sea «a lo largo del camino» (Mt
13,4), como en «el pedregal» (v. 5),
o «entre abrojos» (v. 7), y
finalmente «en tierra buena» (v. 8).
Así, las semillas arrojadas por
generosos puños producen el porcentaje de rendimiento que las posibilidades
‘toponímicas’ les permiten. El Concilio Vaticano II nos dice: «La Palabra de
Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y
se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla,
por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (Lumen gentium, n. 5).
«Los que escuchan con fe», nos
dice el Concilio. Tú estás habituado a escucharla, tal vez a leerla, y quizá a
meditarla. Según la profundidad de tu audición en la fe, será la posibilidad de
rendimiento en los frutos. Aunque éstos vienen, en cierta forma, garantizados
por la potencia vital de la Palabra-semilla, no es menor la responsabilidad que
te cabe en la atenta audición de la misma. Por eso, «el que tenga oídos, que
oiga» (Mt 13,9).
Pide hoy al Señor el ansia del
profeta: «Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras
eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo soy llamado con tu Nombre,
Señor, Dios de los ejércitos» (Jr 15,16).
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