Un maestro
samurai paseaba por el bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un
sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita a aquel lugar. Al
llegar, pudieron comprobar la pobreza de las construcciones y de sus
habitantes: un matrimonio y tres hijos, una sencilla casa de madera, vestidos
sucios y desgarrados, sin calzado. Preguntaron al padre de familia: “En este
lugar no hay posibilidades de trabajo ni de comercio, ¿cómo hacen usted y su
familia para sobrevivir aquí?” Aquel hombre calmadamente respondió: “Tenemos
una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte la
vendemos o la cambiamos por otros productos en la ciudad vecina y, con el
resto, producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así vamos
saliendo adelante”.
El sabio
agradeció la información, contempló el lugar por un momento más, luego se
despidió y se fue. Siguieron su camino y, un rato después, se volvió hacia su
discípulo y le dijo: “Busca esa vaquita, llévala hasta ese cortado y empújala
al fondo del barranco”. El joven, espantado, cuestionó la orden recibida, pues
la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella pobre familia. Pero
ante el silencio absoluto de su maestro, finalmente se dispuso a cumplirla.
Empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir.
Aquella escena
quedó grabada en su memoria durante años. Un buen día, el joven, agobiado por
la culpa, resolvió regresar a aquel lugar y contarle todo a aquella desdichada
familia, pedir perdón y ayudarles en lo que pudiera. A medida que se aproximaba
al lugar, veía todo muy bonito, con árboles, plantaciones, vehículos de labor,
una gran casa y unos niños jugando en el jardín. El joven se entristeció
imaginando que aquella humilde familia tuviera que haber vendido su terreno
para sobrevivir, aceleró el paso y llegó hasta el lugar en que recordaba haber
estado la vez anterior. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacía
unos cuatro años, y un hombre le respondió que seguían estando allí. Entró
corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó unos años
antes con su maestro. Elogió todo lo que veía y preguntó al que fuera dueño de
la vaquita: “¿Cómo han logrado ustedes mejorar este lugar y cambiar de vida?”
Aquel hombre respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el
precipicio y murió, y de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer
otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, y así
alcanzamos el éxito que sus ojos pueden contemplar ahora”.
Esta sencilla
historia del samurai nos advierte contra el peligro del acomodamiento, que
acecha sobre nosotros de continuo, incluso aunque nuestras posibilidades sean
muy modestas. En nuestras vidas, todos tenemos una vaquita que nos proporciona
algo que consideramos irrenunciable, pero que en realidad nos lleva a la
rutina, nos hace dependientes y reduce nuestro mundo a lo que eso nos brinda.
Quizá es una
dependencia de la televisión, de los videojuegos, o de un deporte o una afición
que nos absorben demasiado y nos conducen al egoísmo. Quizá sea una búsqueda
torpe de placer o de comodidad que enfrían el clima del amor verdadero, que
siempre es sacrificado. Quizá es un sutil refugio en el trabajo, que nos sirve
de narcótico para no sentir la llamada de otras responsabilidades. O quizá una
tortuosa fijación en envidias, susceptibilidades y resentimientos que lastran
tontamente nuestra vida. O incluso algo bueno, que teníamos antes pero ya no
tenemos, y nos escudamos en eso para estar pasivos.
Cada uno
sabemos cuáles son nuestros puntos de incoherencia o de escapismo. Es
importante afrontarlos con valentía, sabiendo que superarlos será siempre una
importante liberación. AAP
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