El encuentro con Felipe
“Al día siguiente quiso Jesús salir hacia Galilea”(Jn).
Es entonces cuando aparece en escena el temperamental Felipe. Jesús “encontró
a Felipe y le dijo: Sígueme”. Es la primera vez que Jesús utiliza el
consejo imperativo de seguirle. Nada se nos dice sobre si se dio una
conversación previa, o si estaba con Andrés y Pedro sus convecinos de Betsaida.
Quizá, estos le habían hablado antes y le habían presentado al Mesías; o bien
fue un encuentro en el que Jesús se presenta directamente al que sabe que le
está buscando. Sea como fuere, los frutos de esa llamada no pudieron ser más
fulminantes: Felipe empieza a hacer apostolado con su amigo Natanael.
El cuestionamiento de Natanael
Natanael
se nos presenta como un hombre prudente que pondera los pros y los contras. Buen
amigo, pero cauto. Así, cuando Felipe le dice: “hemos encontrado a aquel de
quien escribió Moisés en la Ley y también los Profetas: Jesús de Nazaret, el
hijo de José”, Natanael le responde con una cierta incredulidad: “¿de Nazaret
puede salir algo bueno?”. Natanael objeta los prejuicios sobre una
población vecina que no ha tenido ningún hecho relevante en su historia y que
tampoco ha tenido ninguna referencia notable en las profecías. Sus palabras son
similares a las de los fariseos cuando decían que el Mesías tenía que nacer en
Belén. No debió ser fácil convencer a Natanael. Podemos apreciarle como hombre
de convicciones firmes y fundamentadas, difícil de convencer; pero hizo caso a
Felipe, y fue a ver a Jesús ante el argumento irresistible: “Ven y verás”,
es decir, “juzga por ti mismo; no te retraigas, pues es tan importante lo
que te digo que no investigar a fondo es una locura, aunque yo no sepa
explicarme muy bien todavía”.
El encuentro con Natanael
El
diálogo de Natanael con Jesús es muy distinto a los dos anteriores. Jesús
estaba aún con otros de los primeros cuando interrumpe la conversación y dice
ante todos: “He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez”.
Natanael debió quedarse sorprendido. El elogio, naturalmente, le agradaba. Pero
podía ser una trampa para atraerlo halagando su vanidad, y es muy posible que
la primera reacción le endureciese más que ablandarle; sobre todo si era cierto
que era un hombre de una pieza. Trucos tan ingenuos, pensaría, no servirían
para convencerle. Levantó la cabeza y preguntó cortante: “¿de qué me
conoces?”. Era como un reto, y Jesús lo aceptó. Quizá acentuó su sonrisa y
dijo: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera,
te vi” (Jn).
Natanael y la higuera
La
respuesta conmocionó a Natanael. ¿De qué higuera hablaba Jesús? Parece claro
que Natanael lo sabía bien. Nunca sabremos lo que pasó debajo de aquella
higuera, si bueno o malo. Es muy probable que Natanael en ese lugar tuviese
algún pensamiento que nadie pudiese conocer, sino el mismo Dios. Quizá le pedía
por la salvación de su pueblo, o la pronta venida del Mesías, ya próxima según
los vaticinios de los profetas. Lo cierto es que Natanael sintió que aquellas
palabras desnudaban su alma. Era un signo. Quien conociera aquello no podía
sino ser un enviado de Dios. Por eso, sin que mediara una palabra más,
prorrumpió en elogios aún más intensos que los del entusiasta Felipe: “Maestro,
tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”. Cree, y sabe muy bien
lo que cree. Su fe revela una preparación doctrinal sólida.
Jesús
sonrió ante la respuesta de aquel hombre íntegro y duro que se entusiasmaba
como los jóvenes, por eso añadió unas palabras llenas de promesas: “¡Por
haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees! Mayores cosas verás” (Jn).
Todos escuchan con asombro. Ya creían en Jesús, y comenzaban a amarle, pero es
posible que -en aquel momento- les invadiese un cierto temor, como el discípulo
cuando el maestro destapa algo de su sabiduría y le deslumbra, pero mucho más,
pues les hablaba de realidades divinas.
Jesús
sabía que ese asombro era bueno, pues percibían un poco quien era Él, y les
adentraba en la experiencia de Jacob, que buscando con esfuerzo la bendición de
Dios vio en sueños una escala: “en verdad, en verdad os digo que algún día
veréis el cielo abierto y a los ángeles del cielo subir y bajar sirviendo al
Hijo del hombre” (Jn).
Estas
palabras recuerdan la profecía de Daniel en la cual el Mesías se presenta como
el Hijo del Hombre servido por ángeles, que venía a juzgar y la visión de la
escala de Jacob que subía al cielo. Esto se hacía realidad en Jesús. Él se
proclama el Mesías esperado. Un estremecimiento recorre el ambiente, todos
intuyen que quizá, si es verdad, empieza un mundo nuevo.
¿Quién
era aquel hombre que así conocía a las personas, y con una simple mirada bajaba
a lo más profundo de los corazones anunciando, además, que esto era sólo el
prólogo de lo que se avecinaba?
Se
sentían felices y asustados de haber conocido a Jesús. Acababan de descubrir a
alguien que se había metido en sus vidas, y hasta el fondo de sus corazones.
Cierto es que podían huir o escabullirse con las variadas excusas que sabe
construir el egoísmo, pero estaban fascinados por Jesús. Esa es la verdad. EC
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