Ciertamente,
Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni
para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde
lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la
desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa
atrás.
Seguirá
acogiendo a pecadores y excluidos, aunque su actuación irrite en el templo. Si
terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero
su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios
que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá
anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y
despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al
gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado
para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte
sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas.
Lleno
del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la
enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la
religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas,
incapaces de volver a su amistad. Esta actitud salvadora, que inspira su vida
entera, inspirará también su muerte.
Por
eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del
Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras...
porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del
Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad
entera.
Para
los seguidores de Jesús, celebrar la pasión y muerte del Señor es
agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y
llamada a vivir como Jesús, solidarizándonos con los crucificados. JAP
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