La filiación
divina es un don gratuito del cual deriva la suprema dignidad de todos los
hombres y mujeres que han poblado, pueblan y seguirán poblando la tierra. El
ser hijos de Dios y herederos de su gloria es un título que ya nadie nos podrá
arrebatar y que va acompañado de un atributo excepcional, conocido con el
nombre de libertad, que permite al ser humano tomar sus propias decisiones.
Todo ello comporta sin duda un alto grado de excelencia, pero también supone
cargar sobre nuestras espaldas un enorme compromiso y responsabilidad. Dios no
nos lo da todo hecho, simplemente nos pone en camino para que vayamos haciendo
nuestra obra humana, comenzando por la configuración de nuestra propia
personalidad. En esta delicada misión podemos avanzar adecuadamente hasta
llegar a las estrellas y también podemos equivocarnos, para descender hasta los
abismos. Arriesgada es la misión humana que emprendemos nada más poner el pie
nuestra tierra, que puede acabar en una victoria o en una deshonrosa
derrota.
El sacerdote
dominico italiano, Giovanni Pico della Mirándola, supo ver como pocos
esta bipolaridad en la que se mueve el ser humano. Su ‘oratio de hominis dignitate’ se ha convertido en un referente
obligado al hablar de estas cuestiones. En este manifiesto, característico del
humanismo renacentista, se nos dice que: “Cuando Dios terminó la creación del mundo,
empieza a contemplar la posibilidad de crear al hombre, cuya función será
meditar, admirar y amar la grandeza de la creación de Dios. Pero Dios no
encontraba un modelo para hacerlo. Por lo tanto, se dirige al primer ejemplar
de su criatura, y le dice: “No te he dado una forma, ni una función específica,
a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La
naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no
tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre
albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil
dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la Tierra,
ni del Cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que
desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia, como si fueras una
bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma,
entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos”. El
texto en cuestión nos coloca dentro de una perspectiva integradora y
posibilista, que nos permite ver la existencia humana como una aventura
apasionante y arriesgada, que solamente se puede afrontar con éxito, si se sabe
pilotar debidamente el timón de la libertad.
Cuando el ser
humano llega a este mundo es un ser singular, muy por encima, sin duda, del
resto de las criaturas, ahora bien esta superioridad hay que buscarla no tanto
en una forma específica predeterminada de ser, sino en la capacidad que los
humanos tenemos de llegar a conquistar esa segunda naturaleza, que habrá
de ser diseñada según la determinación de cada cual y que puede llegar a
niveles superiores de excelencia sin limitación alguna. De un lado está
el cielo elevado, de otro los abismos de la tierra; el ser humano podrá
convertirte en un ángel o en una bestia, ello dependerá de ti y tú serás el
único responsable. Nacemos con el atributo de la libertad que Dios nos otorga,
maravilloso instrumento, que bien utilizado nos transformará y que mal usado
nos destruirá. Hay que entender de una vez por todas que la correcta
administración del ejercicio de la libertad necesita de un disciplinado
aprendizaje. Llegar a atemperar los más bajos instintos y pasiones no es cosa
fácil, supone un esfuerzo constante, porque tengámoslo claro que los hombres
interiormente libres no son el producto de un decreto ley, sino el resultado de
la voluntad de superación.
Lo dicho hasta
aquí nos introduce en el actual debate abierto en torno a la dignidad de la
persona y el significado de la libertad. Hoy se habla mucho de este tema, pero
a unos niveles superficiales, poco profundos. Al ser humano hemos acabado asociándolo
a la inteligencia artificial y a medida que corre el tiempo, nos vamos
aproximando al ‘ciborg’, ese organismo híbrido, con dispositivos cibernéticos
capaces de potenciar nuestra capacidad operativa, al tiempo que hemos dejado en
olvido la trascendentalidad, de donde dimana la suprema dignidad de la
persona.
Por otra parte,
se tiene una paupérrima idea sobre la naturaleza de la libertad, a la que se la
define como la capacidad humana para hacer ‘lo que se quiere’ y no ‘lo que se
debe’. De este modo la libertad es interpretada de forma omnipermisiva sin
límites, dando pie a que cada cual haga lo que le venga en gana, siempre y
cuando no interfiera en las libertades de los demás y discurran paralelamente a
las mismas. Tal es la consecuencia a la que hemos llegado, después de habernos
olvidado del ‘deber ser’, para quedarnos simplemente con el mero ‘hecho
factual’, que es lo que en definitiva parece importar al hombre de hoy. Hemos
llegado de este modo a familiarizarnos con un tipo de libertad ‘light’, sin
compromisos y responsabilidades, una especie de ‘patente de corso’, que apenas
nos exige nada y nos da derecho a todo. Paradójicamente hemos conquistado
espacios importantes en cuanto a la libertad exterior se refiere, erradicando
de este modo sangrantes esclavitudes del pasado, esto es evidente, pero el
problema está en que no hemos hecho lo mismo con la libertad interior, esa que
debiera estar regulada por la conciencia moral, para así poder dominar los
instintos y llegar a ser dueños de nosotros mismos, condición sin la cual
difícilmente podremos ser personas libres. Sucede que al haber abdicado del
orden moral, se piensa que todo ordenamiento ético supone un freno a la
libertad y que por lo tanto, solo cuando se ha perdido el miedo al pecado se puede
estar preparado para ser verdaderamente libre, pudiendo meterme en barrizales
como el sexo, la droga o el alcohol, de los que ya nunca podré salir, si no es
con la ayuda de los demás, lo cual no deja de ser una grave equivocación, pues
siempre que decido hacer el mal consciente y voluntariamente, estoy
contraviniendo el orden por el que debe discurrir todo comportamiento
responsablemente libre. Desgraciadamente, lo que podemos decir es que hemos
cambiado unas esclavitudes por otras, antes provenían de fuera y ahora
provienen de dentro. Es casi seguro que, quienes comienzan haciendo solo lo que
les apetece, acaben siendo lo que nunca hubieran querido llegar a ser.
El drama de
nuestro tiempo es que se ha prostituido el concepto de lo que es la verdadera
libertad, que quiérase o no es una realidad moral, que se sitúa en el término
medio pudiéndose hacer mal uso de ella, tanto por defecto como por exceso y
cuando esto último sucede no debiéramos hablar de libertad sino de libertinaje,
por eso, tener hoy presentes la responsabilidad y el compromiso es más
necesario que nunca, si es que queremos que la libertad vuelva a ser la
expresión de la auténtica dignidad de la persona. Y cuando decimos ejercer la
libertad de forma responsable no estamos diciendo solamente cargar las
consecuencias que se pueden derivar de nuestras decisiones, incluye informarnos
debidamente antes de realizar el acto de su naturaleza específica y de todas
aquellas connotaciones y circunstancias a las que va asociado.
Nunca
debiéramos haber olvidado que la libertad es un don gratuito que entra dentro
de los planes divinos y en referencia a los mismos es como ha de ser
interpretada. En la medida en que hemos ido quedándonos huérfanos de Dios, nos
hemos ido quedando huérfanos también del sentido orientador que debe presidir
el ejercicio de un comportamiento libre, encaminado a ser ‘uno mismo’, es decir
a lograr la autenticidad personal. Ausente Dios de nuestro horizonte humano,
corremos el riesgo de tergiversar el verdadero sentido de la libertad. AGS
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