Y,
sin embargo, no siempre hemos permanecido en este amor. En la vida de bastantes
cristianos ha habido y hay todavía demasiado temor, demasiada falta de
confianza filial en Dios. La predicación que ha alimentado a esos cristianos ha
olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva
y contagiosa que tuvo el cristianismo.
Aquello
que un día fue «Buena Noticia», porque anunciaba a la gente «el amor
insondable» de Dios, se ha convertido para bastantes en la mala noticia de un
Dios amenazador, que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser ni
vivir.
Sin
embargo, la fe cristiana solo puede ser vivida, sin traicionar su esencia, como
experiencia positiva, confiada y gozosa. Por eso, en este momento en que muchos
abandonan un determinado «cristianismo» –el único que conocen–, hemos de
preguntarnos si, en la gestación de este abandono, y junto a otros factores, no
se esconde una reacción colectiva contra un anuncio de Dios poco fiel al
evangelio.
La
aceptación de Dios o su rechazo se juega, en gran parte, en el modo en que lo
sentimos de cara a nosotros. Si lo percibimos solo como vigilante implacable de
nuestra conducta haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos
como amigo que impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de
los servicios más grandes que la Iglesia puede hacer al ser humano es ayudarle
a pasar del miedo al amor de Dios.
Sin
duda hay un temor a Dios que es sano y fecundo. La Escritura lo considera «el
comienzo de la sabiduría». Es el temor a malograr nuestra vida cerrándonos a
él. Un temor que despierta a la persona de la superficialidad y le hace volver
hacia Dios. Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al
contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser
de Dios, haciéndolo inhumano. Un miedo dañoso, sin fundamento real, que ahoga
la vida y el crecimiento sano de la persona.
Para
muchos, este puede ser el cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios, que no
engendra sino rechazo más o menos disimulado, a una confianza en él que hace
brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: «Os he dicho esto para que
mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud». JAP
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